Desde un risco

Garza real despertando en el Jabalón.

Todavía era de noche cuando llegué a la orilla, y la luna llena casi tocaba el horizonte. Por el sendero de camino al risco, vi sobrevolar aquellos cerros pelados a los murciélagos, como mosquitos contrastando con el color rosa del cielo por el este. Regresaban de su jornada nocturna los martinetes, esas garzas de la noche que no parecían preocuparse por mi presencia. Pese al silencio, espanté con mis pasos a un jabalí, que echó a correr entre las retamas cuando me vio de repente a escasos veinte metros, aunque no sé cuál de los dos se alarmó más con el encuentro mutuo…

Pronto llegué a la cresta rocosa desde donde se podía controlar esa curva que describe el río Jabalón al encajarse entre aquellos promontorios de pizarras y areniscas. Me senté lo menos incómodamente que pude en una repisa, con los primeros rayos de sol tan rasantes que apenas iluminaban nada, aún. Casi toda la escena permanecía con los tonos azulados propios de esa hora, pero el amanecer en verano cambia rápidamente y la luz podía variar mucho en un solo minuto.

El mundo parecía recién creado, quieto, perfecto, sin ningún ruido humano. En el río, una garza real se desperezaba sobre la piedra en la que había pasado la noche, y alzaba su cuello larguísimo al acecho de peces para desayunar. Seguí paseando a través de los prismáticos… Un zorro trotaba por un lindero, perdiéndose en seguida dentro del enmarañado ribazo de espinos negros que cubría esa ladera de un verdor ralo, hasta la orilla. A simple vista no se diría que aquellas lomas, prácticamente desarboladas, podían cobijar todo lo que vi esa mañana.

Cerca de donde el zorro había desaparecido, un roquedo se erguía recorriendo el espinazo del otero. Revisando con cuidado sus anfractuosidades, descubrí dos manchitas que al recibir el sol se convirtieron en sendos pollos de búho chico. Uno era más alto y delgado que el otro, pero ambos resultaban destartalados, un tanto cómicos con sus caras serias y alargadas. No tardaron mucho en recogerse, según se levantaba la luz. Lo mismo hizo una corza que de pronto apareció en la orilla, subiendo tranquila por una trocha muy empinada que la condujo al otro flanco de la colina, donde perdí su imagen. Al fondo, en cerros lejanos, vi moverse varios corzos más, pastando en la penumbra antes de retirarse a sobrellevar el calor del día bajo alguna espesa mata de encina.

Con el sol se iban despertando las aves. Las urracas, siempre inquisitivas, curioseaban el posadero de los búhos. Cuando se fueron estas, cruzaron planeando varios abejarucos, llenando la ladera con sus colores variopintos: castaño, amarillo limón, azul turquesa… En pocas semanas partirían hacia África y sus libreas alegrarían el otoño de las sabanas, las inmensidades salpicadas de acacias. Allí coincidirían, quizá, con otras aves migratorias que ahora compartían con ellos su verano mediterráneo. Tal vez se encontrasen de nuevo con el águila culebrera que a veces vigilaba este paraje desde un precipicio ante el Jabalón. Y aunque no migrase, podrían también ver por las sabanas a un elanio azul, esa pequeña y exótica rapaz, blanca y plateada, de ojos rojos, que cada mañana se cernía prospectando las rastrojeras de aquel rincón del Campo de Calatrava, en busca de presas menudas. Este cazador está bien repartido por la tierra del león y la gacela, por ese continente desde el cual se extendió hacia la península Ibérica hace menos de un siglo.

El calor empezaba a notarse desde mi atalaya. Había pasado casi una hora desde las primeras luces, y el desfile de la vida secreta de ese recodo del Jabalón iba tocando a su fin una mañana más. Se reanudaría al anochecer, con la promesa de fresco y oscuridad protectora que trae el ocaso. Por el momento, silbaban ya las cogujadas, una de ellas a pocos pasos de mí, subida a un hito sin verme y levantando su copete, el único adorno que rompe la monotonía de su cuerpo terroso y moteado. Muy a lo lejos se empezaban a oír las gangas, las ortegas, una perdiz… Diminutos pájaros, las currucas, saltaban por las ramas de los espinares al pie de mi risquera. Inicié el regreso al coche, entre las libélulas y las abejas solitarias que comenzaban su horario. Junto al camino, una escarbadura honda repleta de cáscaras de huevos alargados, blanquísimos y flexibles, testimoniaba la incursión nocturna de algún zorro que desenterró y comió la puesta de un galápago. Bajo el vuelo de las canasteras, como grandes golondrinas pardas, emprendí el camino polvoriento que conduce de vuelta a la civilización. Atrás dejaba la hoz del Jabalón, una de tantas desolaciones llenas de vida con que la naturaleza puede sorprendernos.