Las abejas solitarias

Una abeja solitaria sobrevolando los tomillares.

No es para ellas la multitud bulliciosa de la colmena, ni privarse de criar a su propia prole para delegar la reproducción en una reina madre que les haga una hermana tras otra. No, las abejas solitarias llevan sus asuntos de manera mucho más individualista. Las une su dieta de polen y néctar; las separan su tamaño, forma, color y comportamiento, en diferentes combinaciones que nos dan la riquísima variedad de las abejas mediterráneas. No en vano las abejas alcanzan en los países del Mare Nostrum uno de sus máximos mundiales de biodiversidad. Pero la destrucción de su hábitat, el abuso de los pesticidas y el auge de la apicultura, cuya abeja melífera las excluye, nos están dejando poco a poco sin nuestras abejas solitarias, sin esos discretos benefactores que polinizan eficazmente muchas plantas, mejor que Apis mellifera en bastantes casos, y desde luego, para los humanos, con más comodidad y menor riesgo, pues no se precisa cuidar colmenas para tener a estas abejas y además son de carácter manso comparado con las agresivas melíferas.

Se ha comprobado, por ejemplo, que poliniza muy bien al almendro la abeja solitaria Osmia cornuta, pelirroja y de largas antenas. Hace sus nidos con frecuencia en agujeros de esos troncos o ramas viejos que mucha gente se empeña en retirar del monte y los linderos, privando así de un polinizador al ecosistema. En su nido excavado en la madera, la Osmia hembra construirá una celdilla delante de otra, aprovisionándolas de polen amasado con néctar (pan de abeja) como alimento para la futura larva de cada una. Al cabo de casi un año, en febrero, irán saliendo las nuevas Osmia de su escondrijo listas para visitar las incipientes flores del almendro, siempre y cuando las haya respetado su enemigo más habilidoso, la Leucospis. Esta avispa parásita, amarilla y negra, de fémures abultados y chocantes proporciones, en verano es capaz de taladrar la madera con una suerte de finísima broca de la que dispone; la extrae de su funda dislocando el abdomen asombrosamente y con ella perfora durante un buen rato, alzándose como un trípode, hasta llegar a una celdilla e inyectarle un huevo. Su eclosión traerá a la oscuridad de la cámara una larva de Leucospis que acabará con la de abeja, succionándola lentamente en un largo beso de la muerte.

Otras abejas también nacen confinadas entre paredes de materia vegetal, pero no tan duras; me refiero a las pequeñas Ceratina, azuladas y de brillo metálico. Cortan una pajita de hierba seca, se llevan el trozo y lo pegan verticalmente a alguna piedra, o tapia, o incluso a otro tallo seco. En el hueco de esa brizna de paja acondicionan sus celdillas. Si recogemos uno de estos nidos puede pasar, como me ocurrió, que de él no salgan abejas sino intrusos, en concreto dos avispillas pardas muy delgadas, de la familia de los icneumónidos, que parasitaron a las legítimas ocupantes del tallito.

Tienen muchos, muchos enemigos las abejas solitarias en nuestros tomillares y carrascales, se diría que tantos como grande es el beneficio que aportan a esos ecosistemas polinizando a las plantas que mantienen las cadenas alimentarias. Da igual dónde nidifiquen: sus invasores podrán encontrar el nido. Las abejas que horadan en la tierra, abejas terreras como las peludas y gruesas Anthophora} o las variadísimas Andrena}, cobijan en sus galerías a las larvas del aceitero (Berberomeloe majalis), ese escarabajo inconfundible, de hemolinfa tóxica, enorme talla y larguísimo abdomen, que al principio de su vida es todo lo opuesto a descomunal, apenas un punto, una larvilla que corretea por el suelo en busca de alguna guarida de abeja donde completar su desarrollo. A las pobres abejas terreras también pueden colárseles como inquilinos no deseados las larvas de los escarabajos ajedrezados, de las hormigas de terciopelo, de las avispas crisídidas, de los Bombylius o moscas abejorro, e incluso de abejas que se han vuelto ladronas de nidos, cleptoparásitas como las hermosas Nomada, las plateadas Thyreus o las Stelis. Estas últimas se crían expoliando las reservas almacenadas por abejas de su propia familia, tales como las Megachile, que recortan con las mandíbulas fragmentos de hojas y tapizan con ellos las celdillas de sus nidos.

No se libran de polizones ni las abejas albañil, las Chalicodoma, que construyen nidos semejantes a bolas o pellas de barro amasado y reforzado con piedrecitas, auténticos fortines donde guardan miel de sabor potente y a los cuales parecería imposible entrar desde fuera, vista la estructura terminada. Y sin embargo tienen sus parásitos: la mosca Anthrax, que se cuela por resquicios infinitesimales cuando es una larva acorde en talla; la Leucospis, cuyo modus operandi ya conocemos; la Stelis, que accede a las celdillas tras una trabajosa labor de excavación con las mandíbulas… El mundo de las abejas solitarias está plagado de peligros insólitos y de historias extraordinarias en las que perderse. Ante tantas amenazas, y con el declive generalizado de sus poblaciones en las últimas décadas, no está de más que nos preocupemos por conservarlas, porque estos polinizadores son una garantía de futuro para nuestros campos y montes, porque ayudan a que en ellos se perpetúe no solo la cosecha, sino el espectáculo de la vida.

Referencias:
– Una buena aproximación al mundo de las abejas solitarias: Molina, C. y Bartomeus, I. 2019. Guía de campo de las abejas de España. Tundra Ediciones, Castellón.
– Para conocer bien a sus enemigos, nada como curiosear por las historias narradas en los Souvenirs Entomologiques, del gran Jean Henri Fabre, aunque hallarlos requiera cierta búsqueda…