La Grajera

Roqueros solitarios (Monticola solitarius) ilustrados por John Gould
en el S. XIX. El ejemplar de la izquierda es hembra.

Desde lo más alto de un risco, un pájaro recorta su silueta contra el azul. Su plumaje es mucho más azul que el cielo, pero oscuro, de un añil que con la distancia parece casi negro. En español lo llaman »roquero solitario», por su afición a las risqueras y a mostrarse en soledad.

Desde su atalaya, nuestro roquero contempla el valle donde vive, los abruptos precipicios de roca y musgo, las copas redondas de las encinas que conducen a una delgada línea de árboles amarillos, los álamos, cuyos troncos blancos anuncian un arroyo. Un poco más lejos en el valle, ese arroyo se une al río que llaman Tirteafuera, tributario del Guadiana en estas sierras de encinar, ganado y buitres del oeste de Ciudad Real.

Con sus ojillos brillantes como cabezas de alfiler, el roquero observa el río, mira cómo en sus aguas verdosas se zambullen y giran tres nutrias: dos adultas y un cachorro, que debe de haberse despertado a deshora haciendo que la familia acuática salga en pleno día. Para nuestro roquero son seres que pertenecen a un mundo totalmente distinto, al agua y sus misterios, algo tan ajeno a él como para ellas sus altísimos pedregales. Lo que hagan las nutrias no le preocupa, como tampoco el paseo de un grupo de cinco meloncillos junto a la orilla. En cambio, el roquero sí que presta toda su atención al planeo de un gavilán delante de él. La pequeña rapaz acaba de llegar desde el norte y ahora vuela en círculos sobre las laderas del roquedo, luciendo su pecho blanco barrado de oscuro, vigilando con unos ojos amarillos tan intensos como su hambre de pájaros.

Al instante desaparece el roquero tras una grieta. Sabe por instinto que esa silueta equivale a la muerte. Muchas son las avecillas que en otoño encuentran en las garras del gavilán una muerte venida del cielo, literalmente. Puede el gavilán nutrirse de pájaros porque su cuerpo está hecho de lo mismo que el de ellos: proteínas, grasas, azúcares… Lo mismo cabe decir de cualquier ser que vive de comerse a otros, como nosotros. Así, nuestra existencia es una prueba del parentesco estrecho que hay entre todas las formas de vida, pues compartimos una misma química que posibilita que nos robemos nutrientes unos a otros. Pero hubo un tiempo sin esta clase de ladrones, cuando en La Tierra aún no había animales, esos expertos en robar nutrientes ajenos. Nuestro roquero está posado en el final de aquel tiempo. La roca que forma su hogar se originó a partir de cantos y arena en una costa remota, en un mar donde los primeros animales iniciaban el reinado del »come y sé comido». Uno de esos primerísimos animales, Cloudina, aparece fosilizado abundantemente entre esos riscos, no lejos del pueblo de Abenójar. Sus fósiles nos muestran a un ser similar a un pequeño gusano marino, protegido por una peculiar armadura mineralizada, la primera concha conocida. ¿Acaso ya era necesario por entonces resguardarse del apetito de los carnívoros? Eso parece, pues en China se han hallado conchas de Cloudina con agujeros, como si un diminuto predador las hubiese taladrado para consumir al animal. Eso mismo hacen hoy muchos caracoles marinos, que agujerean conchas para devorar a su ocupante.

A la izquierda, fósiles de Cloudina, uno de los animales más antiguos, mostrando secciones diversas de sus conchas tubulares. Se trata del primer animal con concha que se conoce, a fecha de estas líneas. Derecha, reconstrucción de cómo pudo ser en vida este organismo marino que apenas alcanzaría un centímetro de largo, como mucho. Sus fósiles se han hallado en Namibia, Siberia, China… y también en algunos rincones de España.

Desde las conchas de Cloudina hasta las garras del gavilán que hoy las sobrevuela han pasado unos quinientos cincuenta millones de años. Durante todo ese tiempo, extrañas formas de vida surgieron y se extinguieron, los continentes se unieron y se separaron, algunas montañas se elevaron y luego se erosionaron hasta ser llanuras, hubo estrellas que murieron y otras que nacieron. Pero, en esencia, el juego de la vida en este planeta sigue siendo el mismo. Nuestro viejo roquero bien lo sabe…

Sobre los agujeros en Cloudina:
– Bengtson, S., y Zhao, Y. 1992. Predatorial borings in late Precambrian mineralized exoskeletons. Science, 367-369.
– Hua, H., Pratt, B. R., y Zhang, L. Y. 2003. Borings in Cloudina shells: complex predator-prey dynamics in the terminal Neoproterozoic. Palaios, 454-459.