El eterno retorno

Un laberinto de biodiversidad: la hojarasca de encina.

Crece arropada por un manto hecho de sus propias hojas muertas. Bajo la encina, la hojarasca se descompone lentamente, liberando a la tierra unas sales minerales que nutren al árbol. Así la encina se recicla a sí misma. Los seres encargados de descomponer sus hojas forman uno de los mundos más asombrosos de cuantos esconde el monte mediterráneo. La curiosidad me impulsó a explorar este pequeño universo durante varios días de invierno, cuando la humedad lo mantiene vivo. Equipado de ropa más o menos impermeable y de una réflex con objetivo macro, montado sobre tubos de extensión para maximizar el aumento, pasé horas como minutos tumbado en el musgo y las hojas caídas, asomándome por primera vez a la fauna del suelo. Por su enorme biodiversidad, algunos ecólogos la han llamado the poor man’s tropical rainforest, “el bosque tropical del hombre pobre”. Me dispuse, pues, a explorar esa jungla insospechada.

Pese al frío, que rozaba siempre la congelación, la humedad de la niebla hacía que estuviesen activos en la hojarasca todos esos animalillos que en verano la sequía hace desaparecer. Bastaba remover con una rama algunas hojas para descubrirlos, según huían de la luz. Había que aguzar la vista, eso sí, porque casi todos eran del tamaño de un punto de los que hacemos al escribir, o menores, y muchas veces sus tonos oscuros los camuflaban de tal modo que solo su movimiento los delataba.

Los más fáciles de ver eran unos parientes saltarines de los insectos, los cólembolos. Pronto se perdían de un salto, impulsados por un golpe dado con la horquilla que llevan plegada bajo el abdomen. Los había plateados, con escamas como de pez, pero también verdes oscuros, o lechosos, o amarillo limón con cuerpo globular. Los más pequeños, que me parecían los jóvenes, salían casi siempre de entre las hojas más profundas. Quizá se escondían allí porque esas capas guardan mejor la humedad, o son más seguras, ya que al estar las hojas más aplastadas quedan menos huecos por donde puedan entrar sus enemigos. Porque los tenían, y muy peligrosos.

Algunos habitantes de la hojarasca de encina. Arriba izquierda, un ácaro cazador de la familia Rhagidiidae. A su derecha, un pseudoescorpión. Abajo izquierda, un enquitreido; derecha, un colémbolo globular.

Por ejemplo, había un cazador semejante a una ínfima araña naranja, de incesante corretear y movimientos feroces, que dos veces se presentó ante mi cámara con un colémbolo muerto en las fauces, incluso mayor que él mismo. Esta fiera de la talla de un punto era un ácaro de la familia Rhagidiidae; por su abundancia, parecía ser uno de los predadores principales de aquel microcosmos, al menos durante aquellos días.

Otro de los “leones de colémbolos” que hallé fue un ácaro de hocico largo, de la familia Bdellidae, una criatura tan extraña que bien podría haber salido de la imaginación de Lovecraft o de Arthur C. Clarke.

La mayoría de los animales que encontré eran increíblemente difíciles de identificar, por requerirse para ello una literatura muy arcana que siempre demandaba la captura y muerte del ejemplar (algo que no entraba en mis planes). Usando mis fotos constituía todo un logro determinar la familia, no hablemos ya de averiguar el género y la especie exacta. Sin embargo, pude acercarme al nombre de la especie con una certeza razonable en un puñado de casos. Uno de ellos fue el de un ser de larguísimas patas delanteras, que huía de la luz con frecuencia nada más levantar algunas hojas. Podría tratarse, según creo, del ácaro Linopodes motatorius, un consumidor de hongos y una de las mayores sorpresas que me llevé, porque sus desmesurados zancos lo relacionaban con la fauna de las cuevas. Los animales cavernícolas suelen tener prolongaciones muy largas, ya sean patas o antenas, pues eso les resulta útil para palpar su camino a distancia en la perpetua oscuridad de las cavidades donde habitan. En un insospechado paralelismo, Linopodes también empleaba estos equivalentes del bastón de un ciego. Porque moverse entre los huecos oscuros del interior de la hojarasca se parece a deambular por una caverna más de lo que pudiéramos pensar unos organismos tan gigantescos como nosotros. Pero a la escala del milímetro, todo cambia…

Lo más hondo del mantillo apenas está a unos centímetros de la superficie, y sin embargo eso representa un abismo profundo para uno de los seres más estrafalarios que he visto, otro de esos animales que establecen una equivalencia entre la hojarasca y las cavernas. El ínfimo colémbolo Megalothorax minimus se me mostró como una criatura ciega, pálida, translúcida, con patas tan endebles que a duras penas podía uno imaginarse cómo lograba sostenerse con ellas. Su familia, los Neelidae, cuenta con pocas especies en total, algunas exclusivas de las cuevas. Allí la ausencia de luz hace inútiles los ojos, así que la evolución suele eliminarlos con el tiempo, ahorrando de este modo la energía y los nutrientes necesarios para desarrollarlos.

Cuanto más ahondaba en la hojarasca, más semejanzas le veía con el medio cavernícola. Las exageradas patas de Linopodes se volvían inútiles cuando los intersticios menguaban, aplastados por el peso de la capa superior de restos. En esos sótanos de humus y mantillo, los animales se aparecían con tonos más blanquecinos y con ojos menores o ausentes. Sin embargo no resultaba común la atrofia total de los órganos visuales, compartida entre Megalothorax y uno de los más frecuentes moradores de las capas más profundas, esas en las que las hojas eran a duras penas reconocibles y el humus predominaba mezclado ya con bastante tierra. Me refiero a los enquitreidos, algo así como lombrices de tierra hialinas y en miniatura. Parecían fideos muy cortos, delgadísimos, que se agitaban lentamente dentro del mantillo terroso, oscilando sus extremos como péndulos. Tras tantear un poco, siempre terminaban hallando un nuevo camino hacia la oscuridad nutritiva donde habían nacido y de la cual se alimentaban. Mis fotografías me mostraron sus anillos y, por transparencia, el contenido ocráceo de su tubo digestivo, por donde circulaba una y otra vez la materia de las hojas en su último estadío de descomposición. Pese a sus exiguas dimensiones, un enquitreido debe de parecer gigantesco para muchos de sus minúsculos vecinos, sería algo así como el shai-hulud de este microcosmos.

Desde las profundidades recorridas por estos filamentos animados, invadidas por los hilos opalescentes de infinidad de hongos, ascendamos por las hojas cada vez más intactas, paseadas por unos seres gradualmente más coloridos y veloces; subamos esquivando a los rechonchos ácaros oribátidos, que recuerdan a un granate transformado en arácnido, a los pseudoescorpiones que acechan a sus víctimas enarbolando sus débiles pinzas de color caramelo, a las larvas de diversos escarabajos, a su vez comidas por las de otros escarabajos, o por las de moscas que en su infancia son todo lo carnívoras que no han de ser de adultas; trepemos hacia la luz cruzando junto a las crisálidas de insectos que aguardan la primavera para emerger; pasemos junto a los milpiés y cochinillas, que se protegen enroscándose mientras digieren detritus vegetales, y ya muy cerca de la luz, sorteemos a una diminuta avispa que surgió del huevo de otro insecto, al que consumió, y que pasa el invierno aquí escondida; ahora, si nos han respetado las hormigas, las arañas errantes, los escarabajos cazadores, los ciempiés y los ácaros rojos de terciopelo, concluiremos nuestro periplo alcanzando la superficie de la hojarasca, de toda esa muerte pulsante de vida. Hemos llegado a la cúspide de esta comunidad secreta, al escenario donde rapta a sus víctimas un superpredador, el pequeño escarabajo Palaeostigus palpalis. Negro y brillante, al parecer caza ácaros, y los busca incesantemente recorriendo cada rincón de la piel del mar de hojas caídas. Me recordó en cierto modo a un alcatraz que cayera en picado y capturase peces desde el firmamento, aunque por su talla comparada con la de sus presas sería más bien lo que un oso polar a una foca muy pequeña. Parecerá desmesurada esta última comparación con el mayor carnívoro terrestre del planeta, pero no porque mida unos pocos milímetros ha de ser este escarabajo un cazador menos temible para sus víctimas.

Gracias a toda esta fauna minúscula, los nutrientes de la hojarasca retornan a la encina por millares de caminos. Por ejemplo, un ácaro oribátido mordisquea una hoja muerta, y de sus excrementos crecen hongos que sirven de comida a un colémbolo; este es devorado por un ácaro rhagídido, que al morir se descompone por las bacterias de su propio tubo digestivo, las cuales liberan de su cuerpo algunas sales minerales originarias de la hoja de encina. Estas sales se disuelven con el agua de una tormenta, inflitrándose en el suelo hasta llegar a un copo de humus que será ingerido por un enquitreido. Y tras pasar por su intestino, las sales regresarán al agua del suelo y volverán a la encina, absorbidas por las raíces y ayudando a crear una nueva hoja. Es la economía circular más perfecta que jamás se haya visto, un constante reciclaje de nutrientes entrando y saliendo de la planta, un eterno retorno en el que nada se desperdicia y del que vive una plétora de pequeñas criaturas. Se diría que la encina reparte su vida dándosela a millares de seres para al final recobrarla ella misma. ¡Cuánto tendríamos que aprender de un árbol los humanos de estos últimos siglos, forjadores de una economía primitiva que diezma, esquilma y ensucia nuestra propia casa, La Tierra!

– Una buena aproximación a la fauna del suelo en general, incluyendo claves de identificación de sus principales grupos europeos: Wheater, D.P. y Read, H.J. 1996. Animals under logs and stones. Naturalists’ Handbooks 22. The Richmond Publishing Co. Ltd, England.
– Clave de identificación para la fauna del suelo: aquí.