
Ese verano hacía tanto calor que a mediodía, según decía un exagerado, «se caían las chicharras de los árboles». Pero junto al río, bajo las pérgolas naturales de los olmos y los chopos, la atmósfera se refrescaba. Las nutrias habían elegido sabiamente dónde instalarse. No supe que vivían por allí hasta que una mañana, desde un mirador, vi cruzar a una que se dejaba llevar por la corriente, como jugando. Siempre daban la impresión de jugar, de divertirse con todo cuanto hacían. Nunca las hallé pasadas las diez de la mañana, porque para entonces el calor ya me había invitado volver a casa.
Me gustaba llegar a la ribera mucho antes, cuando aún casi no había luz. Entonces entraba agachado por un pasaje entre los olmos que conducía a un rincón de la orilla perfectamente invisible para los posibles paseantes humanos, un vergel fresco y tranquilo donde el agua corría rumorosa. Allí sentado observaba despertarse al Guadiana y a sus habitantes, parapetado tras el teleobjetivo. No hacía falta más camuflaje. Ruiseñores, jilgueos, chochines, carboneros y herrerillos, mirlos y picogordos, algún martín pescador y el vistazo fugaz de algún corzo, o el regreso de un jabalí refunfuñando en la espesura lejana, alegraban las horas del amanecer en aquel recodo. Y un día, antes de sentarme, llegaron dos nutrias.
A través de las ramas pude verlas sin ser visto; eran grandes, ágiles, de pelaje lustroso. Nadaban por la orilla de enfrente, a escasos metros de mí, parándose de vez en cuando para mirar las piedras del carrizal. Así se acercaron a varias rocas de buen tamaño, que pesarían varios kilos sin duda, y mientras una de las nutrias miraba a la otra con ojos bastante desorbitados, su compañera se puso a hacer palanca, con manos y cabeza, para levantar un pedrusco tras otro, alzándolos lo justo para asomarse a curiosear qué había debajo. La otra nutria pronto la imitó. Los crujidos rotundos que se oyeron después me informaron de que estaban desayunando cangrejos, algo que probablemente solo se le puede ocurrir a una nutria. Los cascaban con tal fuerza que cerraban los ojos al apretar las mandíbulas, y parecían disfrutar mucho de ese crujiente almuerzo. Al cabo de un rato empezaron a nadar dando vueltas al cauce, y luego dejaron que el agua las llevase más abajo, perdiéndose de vista mientras los primeros rayos del sol se filtraban entre las copas de los chopos.
Como son nocturnas, ¿deberíamos decir que aquello fue su cena? ¿O por la hora sería el desayuno? Según lo que decidamos, diremos que para ellas nada como un buen banquete de mariscos de río (valga la contradicción) para empezar o terminar la jornada. Las nutrias cangrejeras juegan así con nuestra visión de lo que es correcto.