
El mundo subterráneo se mostraba un poco al exterior después de llover. Sobre todo surgía en la boca de la sima, un agujero entre la caliza del monte. A su entrada, la humedad de las tormentas veraniegas hacía subir algunas criaturas que moraban en sus profundidades. De ellas las más frecuentes eran los Blaps, escarabajos de las tinieblas (tenebriónidos) muy grandes, negrísimos y de patas largas, que parecían moverse como si flotasen a cámara lenta. Cuando tenía yo quince años se asomaba también una enorme hembra de sapo común, parda y abotargada, con pupilas horizontales que le daban mirada de cabra y tan obesa que la barriga le sobresalía de mi mano al ponérmela sobre la palma. Otros escuerzos deambulaban tras los aguaceros por los pasillos de musgo entre las encinas, en lo umbrío de sus marañas; eran los sapos corredores, verdiblancos y menudos. Cerca de ellos podían encontrarse a veces decenas de milpiés royendo hojas muertas, como gusanos acorazados de incontables patas, dispuestos a enroscarse en espiral nada más tocarlos. Al igual que los sapos, estos Ommatoiulus habían aguardado pacientemente a que el suelo se mojase, bien ocultos bajo la tierra, en estado latente.
Si no llueve, que es lo habitual, levantando rocas podremos captar debajo de ellas algunas escenas del mundo subterráneo, siempre tan misterioso. Así descubriremos la existencia secreta de la escolopendra, el mayor ciempiés de Europa, o de los tejedores, pequeños insectos de un grupo tropical que habitan dentro de túneles de seda ramificados que ellos mismos se hacen. Pero lo que más abunda bajo los pedruscos son los hormigueros, con sus pasadizos normalmente recorridos por las hormigas cosechadoras, las Messor, negras y brillantes. Mientras las Messor iban de aquí para allá afanosas por sus túneles de tierra, acarreando semillas con las mandíbulas, en ocasiones aparecía entre ellas alguno de esos animalillos que viven en los hormigueros como si fuesen mascotas de las hormigas. Muchos de estos inquilinos del hormiguero han degenerado a seres pálidos, espectrales e indefensos: el pececillo de plata Proatelurina, la cochinilla de la humedad Platyarthrus, el diminuto y saltarín Cyphoderus… Pero también anda con ellos un inquilino mucho más fuerte, acorazado: la larva del escarabajo Clythra, embutida en un estuche durísimo y marrón que la protege de sus anfitrionas. ¡Qué poco tiene que ver con su forma adulta, con ese futuro escarabajo de las flores, rojo y con seis puntos!
La mayor rareza de ese microcosmos se deja ver, si hay suerte, al levantar cierta clase de piedras. Invariablemente deben ser aplanadas y no muy gruesas, porque esas son las que elige nuestro último protagonista para calentarse bajo ellas cuando les da el sol. Parece una lombriz, pero sus finas escamas rosas la delatan como un reptil. No se trata de una serpiente, sino de un lagarto, un extrañísimo saurio sin patas, ciego y subterráneo. A base de vivir en el subsuelo, la evolución ha perfilado a Blanus cinereus hasta convertirla en algo así como el equivalente reptiliano de una lombriz, en un ejemplo espectacular del fenómeno llamado convergencia adaptativa. No obstante, a diferencia de una lombriz, la culebrilla ciega caza insectos. Para hallarlos se desliza por los recovecos de los laberintos terrosos donde vive. Según algunos, persigue a las hormigas en sus propias galerías, atrayéndolas quizá con chasquidos inauditos. Otros compararon antaño a este reptil con la legendaria anfisbena, esa serpiente con una segunda cabeza en la cola, pues cuesta distinguir dónde está cada extremo del cuerpo de la culebrilla ciega. De acuerdo con varias leyendas repartidas por el globo, en el centro de cada hormiguero descansa una serpiente, la Madre de las Hormigas, atendida por estas. ¿Acaso se refieren a la culebrilla ciega? Parece que en el reino de lo subterráneo, como en todo lo que no vemos, la realidad se ha mezclado bastante con la fantasía…