
Hubo un tiempo antes del primer hombre, del primer dinosaurio y del primer árbol. Hubo un tiempo en que el mundo era más joven, más sencillo, y la vida solo existía en el mar, donde había surgido. Los días duraban menos horas, el aire era asfixiante, con mucho menos oxígeno que hoy; en el cielo brillaban estrellas que ya se han apagado, sobre montañas que ahora son llanuras. Esta es una historia sobre aquellas edades perdidas en el abismo del tiempo, acerca de un mundo que solo las rocas y los fósiles nos permiten entrever.
Viajemos hacia el pasado más de quinientos millones de años. Estamos en un mar del hemisferio sur de un globo terráqueo irreconocible. Un enorme continente se extiende por esas latitudes; en un futuro terriblemente lejano nosotros lo llamaremos Gondwana. En sus costas se acumulan con lentitud las arenas, los fangos y limos, todo el sedimento que la máquina Tierra forma a base de destruir las rocas y que los ríos arrastran al mar. Por el lecho marino se arrastran animales tan primitivos que la ciencia duda al clasificarlos; millares de siglos después crecen algunas criaturas con concha, las atacan algunos depredadores blandos, diminutos. Un estrato tras otro vuelan los millones de años. Nuestro mar primordial ahora bulle de trilobites, de conchas marinas y caracoles; en su fondo cenagoso reposan al acecho inmensos cefalópodos de concha recta; nadan a su sombra peces ancestrales, acorazados y sin mandíbulas. Transcurren los milenios como latidos en el pulso del planeta. En ese mar prosigue la sedimentación mientras la vida evoluciona poco a poco: ya hay minúsculas plantas en las orillas, grandes escorpiones marinos aterrorizan las aguas, y después… Algo cambió.

Nuestro supercontinente del sur está chocando contra unos continentes del norte, impulsado por las fuerzas colosales de la deriva continental. Se está ensamblando un solo supercontinente mundial, la Pangea de Wegener. Las gruesas series de estratos depositadas en el fondo marino van a ser estrujadas por el choque de los continentes, van a doblarse, a levantarse y quebrarse, hasta originar una cordillera tan impresionante como el Himalaya: la Cordillera Varisca, la antepasada de los Montes de Toledo y también de Sierra Morena, del Macizo Armoricano francés y de otras cordilleras del oeste de Europa. Al elevarse las montañas variscas, en pocos millones de años los estratos llenos de conchas y trilobites se alzaron formando riscos nevados, apuntando al cielo a miles de metros sobre el nivel del mar. Concluido este levantamiento de montañas, la corteza terrestre se relaja y entonces algunas raíces de la cordillera se derriten por descompresión; de esto nacerán rocas cristalinas como las migmatitas de Layos, el granito de Mazarambroz y el gneis de Cobisa. Unos trescientos millones de años nos separan del presente en este punto.
Pero las altísimas cumbres de la Cordillera Varisca pronto empiezan a menguar, desgastadas por la lluvia, el viento y el sol. Mientras los dinosaurios recorren las junglas ibéricas, la erosión reduce siglo tras siglo las imponentes elevaciones. Milímetro a milímetro disminuyen las cimas; para los últimos dinosaurios la antigua cordillera es casi una llanura. Y entonces la corteza terrestre volvió a alzarse, comprimida por el choque entre Europa y el Norte de África. De esta nueva colisión de continentes nacerán las Cordilleras Alpinas: los Pirineos, Sierra Nevada, los propios Alpes… Los restos de nuestra vieja Cordillera Varisca subieron y se rompieron, las fallas resultantes elevaron grandes bloques aquí y los hundieron allá. Donde hubo mar volvió a haber de nuevo montañas. Y hubo cumbres otra vez, pero ahora más discretas y todas aproximadamente a la misma altura, formando una «línea de cumbres» que no es sino la antigua superficie de erosión, dislocada y quebrada.
Así nacieron los Montes de Toledo, la versión ibérica de los Montes Apalaches norteamericanos. Al poco de su nacimiento, la erosión esculpió una vez más el relieve remozado, atacando sobre todo las zonas de roca blanda (pizarra) y respetando más la durísima roca que hace de armazón para estas sierras: la Cuarcita Armoricana, la roca de las cumbres, que antaño fue arena limpia de playa y hoy puede cortar el vidrio.

Los últimos millones de años terminaron de darle forma a estos montes arcaicos. Los ríos y arroyos, desviados por las fallas y levantamientos, se vieron obligados a cambiar su curso y se encajaron en el nuevo relieve, excavando poco a poco las vaguadas. A veces sus aguas pasaban de la roca dura a la roca blanda, erosionando esta y labrando así el escalón por donde salta hoy una cascada. Entre tanto, las lluvias arrastraban piedras, grava y barro desde las laderas, esparciendo todo ese aluvión por los valles hasta cubrirlos de un manto rojizo, hecho de tierra repleta de cantos rodados. Este manto es la raña, una de las singularidades de los Montes de Toledo. Su color oxidado y otras pistas nos hacen pensar que las rañas surgieron bajo un clima más cálido y húmedo que el actual, tal vez hace tres o cuatro millones de años. Ese clima se estropeó sobre todo durante el último millón de años, al llegar las edades de hielo. Aunque los glaciares no llegaron a cubrir los Montes de Toledo, las noches heladas congelaban el agua en las grietas de las rocas, rajándolas por la presión que hace el hielo al crecer. Milenios de este proceso, llamado cuña de hielo, han dejado muchas laderas repletas de bloques y cantos de cuarcita: son las pedrizas, o canchales, el último episodio que ha forjado el paisaje de estas vetustas montañas… por ahora.
El resultado de toda esta odisea son el Rocigalgo y el Chorro de los Navalucillos, el Boquerón del Estena y las cascadas de la Garganta de las Lanchas, las sierras del Pocito, del Chorito, de los Yébenes y de la Calderina, la raña de Horcajo y la de Santiago, las aguas rumorosas del Estena y el Estenilla, del Bullaque y el Estomiza, y el escenario esculpido por las fuerzas geológicas se cubrió con la inmensidad del encinar, se adornó de robledales majestuosos en las umbrías, de tejos y acebos junto a las cataratas, de abedules que sobreviven refugiados en los valles más húmedos… Tantas y tantas pequeñas maravillas, dispuestas a contarnos cada una su faceta de una historia increíble de la que nosotros ahora también formamos parte.
Referencias:
– Para conocer más sobre la geología de esta cordillera: Rodríguez, R. (ed.) 2017. Parque Nacional de Cabañeros – Guía Geológica. Instituto Geológico y Minero de España; Organismo Autónomo Parques Nacionales. Madrid. 168 págs.
– San José, M.A. y colaboradores. 2011. Geología y paisaje de los Montes de Toledo centro-orientales. Real Sociedad Española de Historia Natural. Madrid.