
En la película Karate Kid, dice el señor Miyagi que un hombre que atrapa moscas con palillos logra cualquier cosa. Esa hazaña queda fuera del alcance de nuestros reflejos de humanos, lentos y torpes, pero hay unos pájaros que en cierto modo la logran a diario y muchas veces, con los dos diminutos «palillos» que son las mandíbulas de su pico. Son los papamoscas. Suelen verse muchos al final del verano, cuando viajan desde las tierras del norte cruzando por la península Ibérica en su camino hacia África. Vayámonos en septiembre a una ribera silenciosa junto al río Guadiana, parémonos en la quietud del sotobosque, ante los troncos inmensos de unos fresnos centenarios, de cuento. En sus ramas pronto aparecerán nuestros cazadores imposibles. A través de los prismáticos los veremos con el aspecto de unos pajarillos grisáceos, con plumaje estriado. Son bastante cabezones, como desproporcionados, con una cola larga ante la cual unas patas muy cortas parecen salir demasiado cerca del pecho. La guía de campo nos descubrirá que se trata del papamoscas gris, una de las dos especies frecuentes de cazamoscas en la Península Ibérica. Sigamos atentos sus evoluciones en el fresno; pronto lo veremos lanzarse al aire, revolotear extrañamente y regresar al mismo posadero, según su costumbre (al papamoscas cerrojillo, en cambio, le gusta cambiarse de posadero). Sin que nos hayamos percatado, en ese vuelo nuestro papamoscas ha capturado a un insecto pinzándolo con el pico, que se ha cerrado en el aire con un chasquido muy audible, siempre que estemos lo bastante cerca. Y así una y otra vez, una mosca tras otra, el papamoscas recoge energía para continuar con el extenuante periplo de su migración. Es una de las maneras en que las moscas se convierten en pájaros, y un enlace viviente entre Europa y África.
Mientras el papamoscas gris caza sin parar en su rama de fresno, en tanto que el papamoscas cerrojillo hace lo mismo en infinidad de arboledas y montes, en los vastos viñedos de La Mancha los vendimiadores no paran de espantarse las moscas, que por estas fechas molestan más que nunca. En esos desiertos de la vid, los árboles son casi inexistentes. Siglos de deforestación los exterminaron de las llanuras manchegas casi por completo. Si hubiese algunos árboles en los linderos, que atrajeran y sirvieran de percha a los pájaros, ¿cuántas de esas moscas dejarían volando los papamoscas en septiembre? ¿Qué parte de esa pequeña plaga de insectos se debe a nosotros mismos?