
En la zona de Puertollano, al suroeste de Ciudad Real, hay algo que puede verse como una casualidad extremadamente improbable o como una ironía de la historia de la vida. Para entenderla viajaremos unos trescientos millones de años hacia el pasado. Vamos a recorrer la selva tropical que cubría la región por aquella edad. Era el tiempo de los primeros bosques, cuando el vigoroso despliegue inicial del reino de las plantas estaba empezando a cambiar La Tierra. Las junglas primitivas oxigenaron el aire hasta niveles nunca jamás alcanzados desde entonces. Si el mundo de los trilobites nos hubiera resultado asfixiante por su falta de oxígeno, el de las selvas primigenias sería para nosotros mareante por su exceso.
Nuestros ojos se sumergen en un paisaje verde y nebuloso, bajo el dosel de una vegetación ajena a la actual. Nos hallamos en un laberinto de árboles extraños que se repite a sí mismo hasta perderse al pie de unas imponentes montañas. Esas cumbres se alzaron al chocar entre sí los continentes para formar la Pangea, el supercontinente en cuya costa nos encontramos tras el salto en el tiempo. De hecho estamos inmersos en una de las pruebas que sirvieron a Alfred Wegener para pensar que Pangea existió, que los continentes habían estado unidos. Él observó que existían depósitos de carbón de la misma edad en áreas de Norteamérica y Europa que formarían un continuo si encajásemos ambos continentes. Nuestro paseo discurrirá por una de las selvas donde se originó ese carbón, en latitudes tropicales del periodo Carbonífero. El mar no queda lejos, de hecho el bosque pantanoso que visitaremos es en realidad una marisma, cuyas aguas salobres suben y bajan con las mareas.
La vegetación nos rodea con un esplendor que jamás habíamos imaginado. Contemplamos su fantástica variedad, perdemos de vista su follaje entre la bruma. Y entonces notamos por primera vez lo más chocante de todo: el silencio. No se escucha ni un solo pájaro, es como nuestro mundo al anochecer. Todavía faltan muchos millones de años para que aparezcan las aves, o los dinosaurios. La Tierra es por ahora un planeta muy silencioso. Al andar solo oímos el chapoteo del suelo, que está medio encharcado y resulta ser esponjoso. A cada paso nos hundimos un poco en los restos vegetales que le dan esa textura, en la turba que, con el vuelo de los siglos, habrá de convertirse en el carbón de las minas de Puertollano. Desde la turba crece toda una gama de plantas primitivas, cuyo aspecto extravagante da a la escena el ambiente irreal de un sueño. En esta flora onírica distinguimos algo así como inmensas cañas, tan anchas como un brazo y de hojas muy divididas. Son los Calamites, versiones colosales de los equisetos de nuestros días. Entre ellos asoman las copas frondosas de unos árboles cuyas hojas parecen las de un helecho enorme. Se trata de los Pecopteris, helechos arborescentes. Ninguna de las plantas que estamos viendo tiene flores o frutos, todas son demasiado primitivas para tenerlos.
Atisbamos un pequeño promontorio no muy lejano, y decidimos acercarnos a él para disfrutar de una mejor vista de los alrededores. Mientras ascendemos chapoteando por la turba, oliendo la humedad y las hojas en descomposición, escuchamos un zumbido grave que se pierde sobre los Calamites. Debe de ser uno de los insectos gigantescos que habitan estas junglas empantanadas. El exceso de oxígeno del aire permite que los insectos y otros invertebrados crezcan mucho, y en consecuencia hay en las selvas carboníferas libélulas como Meganeura, con la envergadura de un cuervo, y milpiés como Arthropleura, del tamaño de un coche, por no hablar de arácnidos como Arthromygala, tan voluminosos como nuestra cabeza. Todas estas criaturas son comida para los predadores más modernos de esta época: los anfibios. Distinguimos a uno de ellos soleándose en la orilla de un cenagal. Es como una salamandra monstruosa, tan larga como nuestro brazo. Quizá sea un Iberospondylus, un anfibio cuyos restos se descubrieron en los estratos de Puertollano. No sería raro dar con anfibios mayores aún, por ejemplo con Pholiderpeton, de casi cinco metros de longitud, un nadador semejante a una anguila hallado en los carbones de Inglaterra. En Puertollano, al subir la marea también puede adentrarse por el pantanal algún tiburón primitivo y espinoso, como Orthacanthus.

Hemos coronado el promontorio, y desde ahí contemplamos un nuevo paisaje, un bosque de plantas aún más insólitas. Alcanzan los treinta metros de altura, o más, y son como árboles de tronco verde que terminan en dos penachos de hojas acintadas. Algunos tienen un solo penacho, y parecen un grotesco pincel salido de la imaginación de un pintor surrealista. Estamos ante una selva de licopodios, plantas de una antiquísima rama del reino vegetal. En concreto estos son Sigillaria, y al fondo se vislumbra una llanada costera repleta de otros menores, los Omphalophloios. Tras ellos una montaña empieza a humear. En breve va a ocurrir una erupción volcánica, el cataclismo que sepultó a esta selva bajo toneladas de cenizas, fosilizándola en lo que se conoce como la Pompeya paleobotánica de Puertollano. Será prudente que nuestro viaje en el tiempo termine ya.
Volvemos al presente, sea lo que sea lo que signifique esa palabra. Millones de años de erosión han reducido las grandes montañas de Pangea a la humilde talla de la sierra de Puertollano. De las junglas primordiales solo queda el carbón, la hulla que significó para esta ciudad un esplendor económico tan deseado como efímero. La cuenca carbonífera de Puertollano se descubrió en 1873, un hallazgo que habría de convertir a un pueblo pequeño en el mayor centro industrial de su provincia. Tras un apogeo minero que se alcanzó a mediados del S. XX, hoy ninguna mina de carbón está en activo, pues este combustible no es ya rentable y sí muy contaminante. Como pasó con la mina de mercurio de Almadén, en Puertollano ahora intentan aprovechar su pasado minero como reclamo turístico.
Si ya de por sí este futuro de la minería parece irónico, nos queda por descubrir la ironía a una escala mucho mayor, una ironía de magnitud geológica. Cerca de Puertollano está el pueblo de Cabezarados, y a su lado hay tres lagunas que solo tienen agua si llueve mucho. Entonces, en sus orillas podremos dar con unas plantas muy pequeñas, jamás con flores o frutos. Parecen del todo insignificantes con su penachito de hojas largas. Se llaman Isoetes y son licopodios, los últimos supervivientes del vasto imperio de las Sigillaria y demás colosos del mundo carbonífero. En el ocaso de su estirpe, siguen creciendo y esparciendo sus esporas en la misma región donde sus ancestros fueron como torres vivientes. Ante los Isoetes resulta fácil pensar que los grandes imperios caen, que solo permanece lo más pequeño. Pero ninguna de las dos cosas tiene por qué ser cierta.
Referencias:
– La jungla carbonífera de Puertollano: Wagner, R.H y Álvarez-Vázquez, C. 2015. A coastal forest swamp dominated by Omphalophloios C. D. White, in the Autunian (uppermost Stephanian) of Puertollano, south-central Spain. Palaeontographica, Abt. B: Palaeobotany – Palaeophytology, 292: 33–77.
– Vertebrados de aquellos tiempos: Soler-Gijón, R., y Moratalla, J. J. 2001. Fish and tetrapod trace fossils from the Upper Carboniferous of Puertollano, Spain. Palaeogeography, Palaeoclimatology, Palaeoecology, 171: 1-28.
– El descubrimiento de Iberospondylus: Laurin, M., y Soler-Gijón, R. 2001. The oldest stegocephalian from the Iberian Peninsula: evidence that temnospondyls were euryhaline. Comptes Rendus de l’Académie des Sciences-Series III-Sciences de la Vie, 324: 495-501.
– Los licopodios actuales cerca de Puertollano: Cirujano, S. 2000. Flora y vegetación – Humedales del Campo de Calatrava. Págs. 60-69 en: Humedales de Ciudad Real. Biblioteca de Autores Manchegos, Diputación de Ciudad Real.
– La pintura de Burian se muestra solo con fines educativos, respetándose todos sus derechos de autor.
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