
Había por esa parte del Jabalón un carrizal, y a su lado un campo de hierba alta, y atravesándolo perpendicular al río un muro, cubierto de líquenes, que alcanzaba la altura del pecho o más, en algunos tramos. Ya se había ocultado el sol detrás de los cerros; la luz fría de la hora azul coloreaba la escena haciendo olvidar un tanto la jornada calurosa de agosto que la había precedido. Sobre el agua no volaban las golondrinas, sino algún murciélago; el trasegar de las ratas de agua a ras de carrizo se alternaba con el roce de los últimos pájaros que buscaban un dormidero en esa ribera: carriceros, ruiseñores…
Algo se movió escondido en el herbazal, avanzando hacia el muro con parsimonia pero directo. Al llegar a la base de la pared, se detuvo unos segundos y saltó limpiamente hasta lo alto un meloncillo, fuerte y oscuro. Ya subido al muro, siguió andando por encima de él, con la cabeza gacha, un rabo larguísimo dilatado al final en un mechón, y una silueta que sugería sensaciones de una vida primitiva y lejana, más propia de una mangosta del libro de la selva que de un animal ibérico. Pronto descendió a la hierba del otro lado y lo perdí de vista, ya entre dos luces.
En los días que siguieron acudí varias veces a ver si sorprendía otra vez el salto del melón, a quien alguien puso Humpty Dumpty por su afición al muro. Fiel a sus horarios, la mangosta me regaló unos cuantos de sus paseos por la pared, pero nunca saltó de nuevo.
Uno de aquellos anocheceres observé al meloncillo en el extremo del muro más alejado al río, emboscado dentro de la espesura que allí crecía, sentado como un perro pequeño y raro. Entonces apareció otra mangosta en el lado opuesto, olisqueó el aire y, sin pararse en miramientos, se lanzó a todo correr sobre la tapia hacia la maraña donde descansaba el otro meloncillo. Comenzó la pelea y los arbustos se agitaron, se oyeron unos gruñidos horribles, demasiado feroces para una fiera poco mayor que un gato, y luego se hizo el silencio. Unos minutos después, salió de lo espeso uno de los meloncillos, que me pareció el primero, caminando despacio por encima del muro con una herida grande, sangrante, entre la mandíbula y el cuello. Daba la impresión de que su contrincante le había arrancado un trozo de carne de un mordisco. Regresé a casa impresionado por el grado de salvajismo de este animal y desde luego con escasas esperanzas de volver a encontrarme con el herido del combate.
Pero al cabo de una semana, más o menos, allí estaba ese melón, desfilando por arriba del muro y mostrando la herida con mucho mejor aspecto, cicatrizando. El siguiente meloncillo que vi junto al río iba andando de camino a la pared, y se quedó estupefacto al notar mi presencia a unos diez metros nada más. Apenas me miró, con sus ojos como de cabra, echó a correr en seguida. No sé si fuese el de la cicatriz, a ese no he vuelto a verlo por aquella ribera, ni en años sucesivos asistí a otras peleas en el muro, pero sé que al ocaso un meloncillo todavía sigue recorriendo esa pasarela.