
Le llevé a casa una vaina pequeña, verde, que contenía una hilera de semillas parecidas a guisantes enanos y aplanados.
– ¡Son brísoles! – dijo mi padre, que llevaba décadas sin ver uno, pese a conocerlos muy bien por haber comido muchísimos en su infancia, como era la norma entre los niños de los años 1950. Por entonces, él y sus amigos se pasaban muchas tardes jugando en las eras; desde ahí bastaba con alejarse un poco a los campos, libres aún de herbicidas, para coger un buen puñado de vainas de Lathyrus cicera y merendar estas legumbres silvestres. Su sabor recuerda al de un haba muy tierna, pero en opinión de muchos resulta más delicioso. Años más tarde, en la Ciudad Real de los sesenta, uno de los profesores de secundaria de mi padre era tan aficionado a los brísoles que sugirió a sus alumnos de La Solana que podrían traerle unos cuantos. La bolsa llena de vainas no se hizo esperar. Abundaba todavía en aquellos campos el brísol, cuyo nombre mozárabe designa a legumbres tipo guisante. Pero en pocas décadas, a lo largo del último cuarto del S. XX, la agricultura se modernizó y los brísoles fueron desapareciendo de los linderos y eriales. Ignoro los motivos exactos de este declive.
La cuadrilla de las eras en la que jugaba mi padre también comía a veces jijones, otra de las plantas comestibles que encontramos los dos en el monte de Moraleja, no lejos de casa. Más bajos que largo es un dedo, delgadísimos, endebles y con frutos como picos finos y verdes, los Scandyx australis microcarpa dejan en la boca un gusto anisado muy agradable. La otra especie de su género en estas tierras, Scandyx pecten-veneris, crece algo más pero su sabor es más basto.
Aparte de brísoles y jijones, hay muchas más plantas comestibles en ese carrascal del Campo de Montiel. Además de especias bien conocidas, como el romero y el tomillo, pueden probarse las acederas de lagarto (Rumex bucephalophorus), esas hierbecillas del pasto rojísimas que, como su nombre sugiere, saben ácido, “acedo”. Un día de abril hice, como experimento gastronómico medio sugerido, una ensalada de campo, recogiendo el mézclum por el monte: acederas de lagarto, canónigos silvestres (Valerianella coronata), rúcula (Eruca sativa) y hojas tiernas de espino albar (Crataegus monogyna), que aportan matices como de nuez. Seleccionadas y lavadas a conciencia, aliñamos la mezcla de hojas con una vinagreta y el resultado fue interesante, pues lo probó casi toda la familia y nadie quedó decepcionado. Desde entonces no me parece tan descabellada la idea de que algún chef en el futuro aprenda cómo aprovechar en cocina de vanguardia esta clase de productos, totalmente ecológicos y tradicionales, presentándolos con un enfoque y tratamiento adecuados.
Otras plantas silvestres para degustar figuran en una estrofa que, con modificaciones, todavía conocen algunos lugareños del Campo de Montiel y comarcas aledañas. La versión más oída por La Solana podría ser esta:
Ya llegó el mes de los pobres,
ya salen a coger grillos,
chichirimamas, collejas,
espárragos y cardillos.
Al llegar abril, gracias a estas y otras plantas comestibles las familias más pobres de la zona contaban con un recurso alimenticio adicional, cosa nada desdeñable en las peores épocas, como en la posguerra. Si nos remontamos muy hacia atrás en el tiempo, al Paleolítico, las plantas silvestres eran cruciales en la dieta de nuestros ancestros cazadores y recolectores, según se deduce de la alimentación actual de las pocas tribus aborígenes que quedan. Antes de que se extendiesen la agricultura y la ganadería, conocer las hierbas comestibles seguramente fue clave para una alimentación sana, por la cantidad de vitaminas y minerales que aportan.
Con tanta historia y prehistoria como llevan en sus hojas, quizá estas plantas se merezcan que las conozcamos mejor, pues forman parte de un patrimonio cultural no tan lejano. Y quizá sean también una oportunidad que no se está aprovechando. ¿Quién sabe? ¿Podrían llegar a ser los jijones o los brísoles el toque especial, genuinamente manchego, de los platos más estimados de algunos restaurantes? En cualquier caso, redescubrir y poner en valor los vínculos tradicionales de la España rural con la naturaleza sigue siendo, en gran medida, una asignatura pendiente.
Referencias:
– Tardío, J., Pardo-de-Santayana, M. y Morales, R. 2006. Ethnobotanical review of wild edible plants in Spain. Botanical Journal of the Linnean Society 152, 27-71.
– Fajardo, J, Verde, A., Rivera, D. y Obón, C. 2000. Las plantas en la cultura popular de la provincia de Albacete. Instituto de Estudios Albacetenses “Don Juan Manuel”. Serie 1, núm. 118.