Ingredientes naturales

Una flor de aristoloquia (Aristolochia paucinervis), una planta medicinal… y tóxica.

Los anuncios no dejan de repetir la matraca: “¡Con ingredientes naturales!”, ¡”Sin química!”. Como si la vida en el fondo fuese algo distinto a un juego de química muy complejo, como si el origen natural de algo fuese garantía de su benignidad. En realidad, la mayoría de las medicinas que usamos vienen de plantas o microbios que las producen para servir de veneno protector, que ahuyente a sus enemigos o los dañe. “Ingredientes naturales”… veamos algunos casos de lo buenos que son.

En los días del final del invierno, florecen en los montes del Campo de Montiel unas pocas flores rosadas y solitarias, semejantes al azafrán. Son los cólquicos (Colchicum triphyllum); su principio activo, la colchicina, detiene la división celular. En dosis pequeñas se prescribe contra la gota, pero abusar de esta sustancia puede ser mortal. Como nos advirtió el galeno Paracelso, “la dosis hace al veneno”.

Cerca de los cólquicos crecen las aristoloquias (Aristolochia paucinervis), unas hierbas frecuentes bajo las encinas, trepadoras, de hojas acorazonadas y flores con aspecto de trompeta verde. Estas flores secuestran a las moscas, que entran a la trompeta tomándola por un agujero en una carroña y no pueden salir, porque se lo impiden unos pelos que en pocos días se marchitarán. Entonces escaparán, pero ya bien embadurnadas de polen. Las aristoloquias deben su nombre a una combinación de palabras griegas que significa “lo mejor para el parto”, en alusión a que esta planta facilita el dar a luz. También provoca la menstruación, pero su uso daña los riñones y promueve la aparición de cánceres. Sin embargo, las orugas de la mariposa arlequín (Zerynthia rumina) solo comen hojas de aristoloquia, cuyas toxinas les resultan de alguna manera inocuas…

Las orugas de otra mariposa, la esfinge de las adelfas (Daphnis nerii), con sus grandes alas jaspeadas de verde, se nutren así mismo de hojas venenosas. Porque a pesar de sus flores espectaculares y su presencia habitual en parques y jardines, las adelfas (Nerium oleander) son una de las plantas más peligrosas de nuestra flora. Cien gramos de sus hojas bastarían para acabar con un caballo. ¿Y qué decir de las lechetreznas, tan comunes en las cunetas, esas Euphorbia cuya “leche”, el látex que mana de sus heridas, inflama las mucosas grotescamente?

La lista de plantas venenosas de nuestros campos podría seguir con el torvisco (Daphne gnidium), un arbusto bajo que da bayas rojas, todo él tóxico, o con muchos otros ejemplos: la dulcamara, el estramonio, la belladona, la cicuta (incluso su olor intoxica), la digital, la neguilla, el tejo… Y en cambio unas pocas plantas, como la salvia, la lavanda, el romero y el tomillo, difícilmente nos traerán otra cosa que mejoría. Aun así tampoco conviene excederse con ellas, pues los aceites esenciales que les dan sus propiedades y buen olor llegan a ser irritantes, motivo por el cual los conejos odian comer tomillo.

Casi todo esto lo aprendí con uno de los libros más voluminosos de mis estantes, “El Dioscórides renovado”, donde el botánico Pío Font Quer revisa ampliamente las virtudes medicinales y riesgos para la salud que se ocultan en la flora ibérica. Quizá sería curativo darles un poco con este buen libro a muchos empresarios y publicistas que pretenden aprovecharse del consumidor difundiendo una falacia en auge: que todo lo natural es bueno para nosotros.