Los talladores de cantos

Herramienta tallada en piedra hallada en un tomillar.

Pueden aparecer sus obras donde menos lo esperas: en medio de un pedregal con espartos, o entre unos cantos rodados junto al río. De repente te das cuenta de que hay algo raro allí, porque, ¿cómo puede romperse un guijarro de esa manera, tantas veces y formando ese filo justo en un lado? O bien, ¿qué hace ahí un canto de cuarcita, cuando todos los demás en el paraje son de caliza y las cuarcitas más cercanas están a varios kilómetros? ¿Por qué esas piedras, que parecen talladas toscamente, se adaptan muy bien a ser empuñadas, con apoyos excelentes para la palma de la mano y para el pulgar o el índice? Son señales de que no estamos ante un capricho de la naturaleza, sino frente a una herramienta de piedra, un ejemplo de la tecnología más remota que conocemos de la humanidad: la industria lítica.

En la Península Ibérica hay herramientas paleolíticas repartidas por buena parte de la geografía. Suelen aparecer en las inmediaciones de los ríos, allá donde el terreno está lleno de cantos rodados de cuarcita. Este material era el gran favorito para elaborar estas piezas en España, no solo porque abunda en muchas comarcas, sino también porque se rompe dando filos cortantes más o menos fácilmente. Algunas terrazas del Guadiana, del Jabalón y del Tajo, del Jarama y del Duero, entre otros muchos ríos, están sembradas de cantos tallados y lascas simples o con retoques, piezas todas ellas desgastadas por los siglos y sin embargo tan elocuentes. Si empuñamos una de estas herramientas, cuesta poco imaginarse a los hombres primitivos que las hicieron. Tal vez las hacían reunidos en un taller al aire libre, donde los jóvenes aprendían de sus mayores la técnica necesaria. Aquellos cazadores llevaban consigo sus herramientas cuando cambiaban de campamento, y de ahí que las hallemos a menudo en lugares sin materia prima cuarcítica.

Qué distinto era el mundo por entonces, y a la vez qué similar sería en el fondo la vida humana: nacer, crecer y jugar, disfrutar del momento y también preocuparse por el futuro, conseguir sustento y un sitio para asentarse, buscar en qué ocupar el tiempo libre, y a veces, quizá, pensar en lo extraño que es estar aquí y ahora. ¿Cómo vivirían aquellos humanos hace medio millón de años, o hace un millón? Más allá de su aspecto y entendimiento prehistóricos, ¿realmente los diferenciaría de nosotros algo importante?

Sus creaciones de piedra hoy se exponen en los museos, se han escrito de ellas cientos de páginas eruditas, pero no se les presta demasiada atención a sus artefactos sueltos a ras de suelo. Hay un buen motivo para ello: son yacimientos fuera de contexto, es decir, no podemos relacionarlos con un estrato concreto de una edad determinada. Al estar en superficie los restos, nunca se sabe dónde estuvieron antes, tras milenios de erosión y transporte por las aguas de arroyada. Se supone que las piezas más antiguas estarían en las terrazas fluviales más altas, por ser estas las que primero excavó el río a lo largo del periodo Cuaternario, pero esta norma no impide que los utensilios antiguos cayesen a terrazas formadas después, ni que las herramientas más recientes pudieran dejarse en terrazas elevadas.

Pero olvidémonos de esos detalles y dejémonos fascinar por lo que son estas reliquias. Las más rústicas están trabajadas conforme a la tradición que se denomina achelense: cantos tallados por una cara o por dos, predominando estos últimos (son los bifaces, o hachas de mano), y también raederas, raspadores y todo tipo de lascas sencillas. La industria achelense en La Mancha sería obra del hombre pre-Neanderthal, tipo Homo heidelbergensis, con edades que se remontarían a medio millón de años o más. Aparece a veces una variante común de esta tradición: el clactoniense, caracterizado por abundantes piezas hechas a partir de grandes lascas, poco o nada retocadas. Hay también indicios de la industria anterior al achelense, el olduvayense, consistentes en grandes cantos con talla muy basta por un solo filo (choppers), pero quizá sean residuos de una técnica elemental que siguió practicándose durante la etapa achelense.

Después vino la tecnología musteriense, muy vinculada al hombre de Neanderthal; en ella cobran protagonismo las puntas triangulares para lanzas, y se extiende la técnica Levallois, esto es, la preparación de un núcleo de piedra tallándolo para extraer de él finalmente una gran lasca compleja, que será la herramienta. Por estar hecha así, en una lasca Levallois no suele verse por ninguna parte la superficie original del canto. Las etapas tecnológicas posteriores al muesteriense, atribuibles a nuestra propia especie a finales del Paleolítico, están muy pobremente representadas en las industrias de superficie de la península. ¿A qué se deberá este vacío?

La tosquedad de los cantos tallados achelenses nos sugiere una vida rudimentaria, cercana a la de un animal más en la naturaleza. Sabemos que en el Paleolítico la caza de grandes animales y las muertes por accidente o infección eran parte de lo cotidiano. También lo sería el disponer de mucho tiempo libre casi todo el año, a juzgar por lo que nos muestran las tribus aborígenes actuales; en ellas las necesidades vitales y de aprovisionamiento quedan resueltas en pocas horas cada jornada, por lo general. Les quedan muy lejos las ocho horas diarias de trabajo de nuestro mundo civilizado. En él, el calor de la tribu se ha reemplazado por el frío de rebaños de individuos cada vez más interconectados pero paradójicamente más aislados unos de otros en el fondo. Hemos perdido contacto con la naturaleza, pero cada fin de semana lo buscan miles de urbanitas. Compramos multitud de artilugios que nos resuelven problemas nimios, pero eso no nos hace más felices ni mejores. Sabiendo todo esto, ¿se cambiaría por nosotros uno de esos cazadores paleolíticos? ¿Apreciaría en algo nuestras ventajas tecnológicas, sanitarias y de abastecimiento? ¿Cómo le explicaríamos las bondades de un sistema que deja a cientos de millones de seres humanos en la miseria por mucho que trabajen? Nuestro afán de vivir mejor y más fácilmente, ¿no nos habrá hecho vivir peor y con más complicaciones, en muchos sentidos cruciales? Es interesante hacer el experimento mental de ponerse por un rato en la piel de un tallador achelense y mirar a nuestro alrededor, porque algunas verdades solo se ven bien desde muy lejos.

Referencias:
– Santonja, M. y Pérez-González, A. 2010. Mid-pleistocene Acheulean industrial complex in the Iberian Peninsula. Quaternary International 223, 154-161.
– Quesada, C.C. 1991. Prehistoria. Museo Arqueológico Nacional, Madrid.