La información

Galaxia de la Vía Láctea, brazo de Orión, alrededores de una estrella enana amarilla, el Sol; planeta Tierra, un rincón de su hemisferio norte. Reino Paleártico, Campo de Montiel. Moraleja. Un claro de pasto entre encinas, en mayo.

Una minúscula hierba mediterránea, Minuartia hybrida.

El cuadrado de suelo mide diez centímetros de lado y alberga ochenta y siete hierbas; ninguna supera la altura de un dedo índice y la mayoría no alcanzan la del pulgar, pese a estar maduras con flores y frutos. Pertenecen a catorce especies, de las cuales predominan una espiga rojiza del género Vulpia, otra emparentada con la alfalfa (Medicago) y una endeble y discretísima representante de la familia del clavel, llamada Minuartia hybrida.

Cada una de estas ochenta y siete plantas debe de tener varios millones de células; en cada una de esas células puede haber una cadena de ADN de unos quinientos millones de nucleótidos, siendo cada nucleótido una “letra química” de entre cuatro posibles: A, T, C o G. Al haber cuatro opciones, cada letra equivale a la información que proporcionan dos opciones binarias, es decir, dos bits, siendo un bit la unidad mínima de información, que corresponde a una opción de entre dos (por ejemplo, cero o uno). Por lo tanto, en cada célula hay cientos de millones de bits, y si multiplicamos, veremos que en cada hierba hay cientos de billones y en el cuadro de pasto algunos miles de billones de bits. Expresado en gigabytes, eso serían algunas decenas de miles de gigas de información. Así, por cada estrella de las más de cien mil millones que giran en nuestra galaxia, ese cuadrado de hierbas dispondría de unos cuantos kilobytes de memoria en formato ADN.

Usando las instrucciones de su ADN, cada especie de esas plantas enanas ha resuelto a su manera el problema de sobrevivir. Según vengan las condiciones del ambiente (frío, sequía…), cada hierba recurre a una sección de sus instrucciones genéticas o a otra, la que sea más adecuada a la situación, y las expresa fabricando proteínas, las cuales harán los ajustes necesarios para mantenerla viva y que logre finalmente reproducirse.

Pensó Alan Turing, ese malogrado pionero de la informática, que todo ordenador no es sino una calculadora programable, y como tal necesita una memoria donde guardar su propio estado, un procesador que haga los cálculos y un programa que le indique cómo hacerlos. Una persona que hace cuentas, decía también, usa como memoria de estado la hoja de papel, como procesador su cerebro y en él lleva las reglas aprendidas de cómo calcular. En una hierba las instrucciones son el ADN, se procesan mediante proteínas y otras moléculas capaces de interactuar con él, y la memoria de estado sería el citoplasma y otros componentes de las células, donde se acumulan los resultados de consultar una y otra vez el ADN.

Sugirió Turing que para construir una máquina capaz de pensar podría partirse de una programada para aprender, provista de un programa que le permitiese modificar sus propias instrucciones de acuerdo con sus experiencias. Reescribir las instrucciones es precisamente lo que hacen los seres vivos para resolver nuevos desafíos de supervivencia: el ADN se modifica, evolucionando por mutaciones de su secuencia de letras y por la selección natural de tales cambios. Así que tal vez la naturaleza ya haya construido máquinas de aprendizaje de Turing. Igual que el primer ordenador ideado – la máquina analítica de Babbage – no contenía ni una sola parte eléctrica, sino que era enteramente mecánico, no importa nada que las piezas de la máquina que aprende sean azúcares, aminoácidos, nucleótidos… A esta maravilla informática nosotros la llamamos “vida”.

Pensado tras leer la conferencia de Alan Turing titulada «¿Puede pensar una máquina?» (1947).