Los saltamontes

Una langosta de alas rojas, Calliptamus wattenwylianus, con dos diminutos ácaros rojos de terciopelo.

La primavera mediterránea es para los saltamontes verdes, que brincan por la hierba donde su color los camufla pese a los frecuentes ribetes encarnados con que nos sorprenden al verlos de cerca. El verano pertenece a los de tintes ocres, pajizos o abigarrados de pardo terroso, algunos con alas coloreadas, como las langostas italianas con sus alas fucsia, o los saltamontes de alas azules. Tanto las primeras como los segundos desaparecen al posarse, en cuanto sus discretas alas anteriores enfundan a las posteriores; estas son membranosas y las que dan ese destello de color mientras el saltamontes prolonga su escape, desplegándolas en un corto planeo.

Si abrimos las alas en abanico de una de estas langostas, en agosto, veremos que muchos ejemplares tienen unas motas rojas adheridas… Las he encontrado con frecuencia en las alas rosadas de Calliptamus barbarus y en las azuladas de Oedipoda caerulescens. Los diez aumentos de una lupa de bolsillo nos revelarán que esas motas son las fases juveniles de un ácaro, del grupo de los ácaros rojos de terciopelo (Thrombidiidae). Hemos sorprendido a estos jóvenes arácnidos alimentándose de la hemolinfa del saltamontes, succionándola como ínfimos vampiros. Cuando se cansen de chupar esa sangre clara, se tirarán al suelo para convertirse en depredadores errantes de la hojarasca, globosos, aterciopelados y con un vivo color bermellón. Los podremos hallar paseándose por el musgo húmedo en los días nublados de invierno, cuando la mayoría de nuestros saltamontes habrán muerto ya.

Por entonces, la continuidad de las langostas y saltamontes estará fiada sobre todo a los huevos que pusieron las hembras, escondiéndolos al pie de las matas o en agujeros hechos por ellas en la tierra. Al ponerlos, los protegen rodeándolos de una ooteca, esto es, un estuche de materia esponjosa. No obstante, de tales paquetes pueden surgir, en vez de saltamontes, diversos parásitos que se desarrollan comiéndose la puesta, como la mosquita Cytherea, de largo pico y alas tintadas, o los escarabajos Mylabris, rojos y punteados, entre otros varios aficionados al huevo.

Si se salvan de las larvas de estos insectos, los pequeños saltamontes recién nacidos se pondrán en seguida a devorar hojas del pasto, y crecerán rápidamente en un microcosmos donde los aguardan abundantísimos enemigos. Por ejemplo, en muchos tomillares viven bajo la mirada atenta de una mantis sin alas, Apteromantis aptera, un extravagante insecto descubierto para la ciencia a finales del S. XIX por José María de la Fuente, “el cura de los bichos”, en el Campo de Calatrava. Esta mantis solo habita en el sur de la península Ibérica, y es tan difícil de detectar como posiblemente común en los tomillares. Salta por los tallos de hierba, tan verdes como ella, y contempla a los jovencísimos saltamontes desde sus extraños ojos picudos. Desconocemos si los caza, aunque no sería nada raro.

Según crezcan, los saltamontes alcanzarán el tamaño que los hace muy apetitosos para las aves, y ese día sus problemas se multiplicarán. Capturan muchos, cuando los hay, las perdices y sisones; los alcaudones comunes los cogen tras lanzarse a ellos desde una rama; a las azulísimas carracas les encantan, e incluso muchas rapaces los comen si no dan con algo mejor. También los consumen otros saltamontes, pero de una rama distinta dentro del orden de los ortópteros: los tetigónidos, los llamados grillos de matorral o saltamontes de antenas largas. Intermedios en aspecto entre el de una langosta y un grillo verdadero, los Platycleis, Decticus y demás suelen mordisquear hojas pero se les ha visto devorar con fruición a los saltamontes de antenas cortas, es decir, a los acrídidos, el grupo del que trata este relato. Yo mismo he sido testigo, en una ocasión, del apetito salvaje de un Platycleis devorando a un saltamontes rojiverde. Unos grillos de matorral mayores, los Tettigonia viridissima, tan verdes como su nombre sugiere, en junio cantan desde la copa de las encinas con un sonido que recuerda a un canario de agua; pueden desventrar a mordiscos a las cigarras, como atestiguó Jean Henri Fabre.

Para esa época habrá ya saltamontes muy grandes en el monte. Recorrerán las ramas del romero los Acinipe segurensis, pardos y con alas atrofiadas, cuyas hembras llegan a los siete centímetros de largo. Treparán por las retamas las langostas egipcias (Anacridium aegyptium), esos langostones inconfundibles por su talla y sus ojos estriados verticalmente, insectos fáciles de ver al final del invierno, cuando salen a la calle desde los refugios donde han sobrevivido al frío. Todas estas langostas enormes atraen con su tamaño a los cernícalos y a otras aves de presa, y en general con el verano los saltamontes serán el plato del día para muchísimos animales. Ajenos a tantas amenazas, ellos cantan despreocupados al sol, frotando las patas traseras para emitir ese chirrido corto, seco y a su manera alegre, ignorantes de ser un engranaje clave en el funcionamiento ecológico de nuestros montes mediterráneos.