
Bajo un cielo nublado de invierno, la brújula marca el este. En esa dirección hay un monte viejo de encinas, sus copas lavadas por la lluvia de ayer parecen tan nuevas como la hierba recién nacida sobre la que se elevan. No hay camino que vaya entre ellas. Ese es mi camino.
Ya lo aprendió Darwin cuando era un joven poco estudioso: una manera sencilla de conocer la geología de una región es recorrerla en línea recta siguiendo un rumbo marcado a brújula, campo a través siempre en la misma dirección. A lo largo de esa línea, iremos anotando qué clase de rocas hay en cada tramo. Solo nos apartaremos un poco de la recta, si hace falta, para explorar algún afloramiento rocoso muy cercano.
A mi alrededor motean el pasto bloques sueltos de una roca grisácea, azulada. Como se raya con la navaja y es efervescente al ácido, mi clave de campo la identifica como caliza. Algunas de estas calizas muestran tonos ocres y pequeños círculos oscuros, o tubitos. Son fósiles del primer animal con concha conocido, Cloudina, que vivió en los mares hace como quinientos cincuenta millones de años, cuando los animales empezaban a poblar el mundo. Su presencia en este rincón de las sierras de Abenójar era desconocida hasta que la encontré, y ahora intento entender qué lugar ocupan las capas rocosas con Cloudina en la geología de esta zona, es decir, ¿qué hubo antes de ese mar somero donde habitaban? ¿Qué vino después?
Algunas ovejas merinas me observan no muy lejos mientras anoto en el cuaderno de campo: las capas de caliza van en dirección nordeste, y los plegamientos de la corteza las inclinaron unos sesenta grados hacia el sureste. Por tanto voy en buena dirección, porque yendo al este podré dar con las capas situadas por encima de estas calizas. Encima, y por tanto después en el abismo del tiempo geológico.

Me adentro en el encinar, en un laberinto de troncos cubiertos de musgo empapado, de barbas canosas de líquenes. Pronto se pierde el horizonte y cualquier referencia que sirva para orientarse entre los árboles, incluso el Sol, oculto por las nubes oscuras y densas. El bosque parece repetirse a sí mismo una y otra vez. ¡Qué importante va a ser la brújula para salir de aquí sin problemas! Aparece de trecho en trecho tierra removida, hozaduras de jabalíes; a ellos pertenece este monte al caer la noche. Agradezco el ruido que hace mi bastón de senderismo al avanzar, porque me anuncia y evitará un encuentro incómodo con algún jabalí.
El terreno cambia: a pocos centenares de pasos empiezan a verse cantos de arenisca, y también de cuarcita, esa roca durísima capaz de cortar el cristal. A través de las encinas distingo un claro. Me aparto a indagar y doy con una suerte de mirador que se alza sobre un barranco montuoso, repleto de encinar impenetrable. Desde aquí se ve al fondo la sierra de Luciana, hacia el norte, y más cerca los cerros verdes que dan al valle del arroyo de las Huertas y a los de sus afluentes, el arroyo de las Navezuelas, el del Hondón, el de la Nava… Un rebaño de ovejas cruza despacio una ladera lejana. Un cuervo grazna, casi se diría que ladra, mientras planea bajo unos buitres leonados.
Estoy parado en lo que buscaba: riscos, capas rocosas que afloran. La brújula me descubre que estos estratos van, más o menos, en la misma dirección que los de las calizas, y el clinómetro me indica que están menos inclinados, pero en cualquier caso se inclinan hacia el mismo punto cardinal que ellas. Todo esto quiere decir que probablemente forman parte de la misma serie de estratos. Una muestra desprendida con el martillo geológico, y un vistazo con la lupa de campo, confirma que estos riscos son de cuarcita. Apunto en el cuaderno una reseña del lugar y sus coordenadas. Contemplo el precipicio mientras pienso en lo que me acaban de enseñar estas rocas: que después del mar con Cloudina siguió habiendo mar, pero esta vez con fondos de arena bastante limpia, el ambiente donde se acumulan las arenas de cuarzo que ahora están aquí transformadas en cuarcita.
No veo fósiles en estas capas, como suele pasar con todas estas rocas tan antiguas. Hallar fósiles de esta edad es extremadamente difícil, durante décadas se pensó que imposible. Tal vez haya algún fósil más al este aún, donde se oye un petirrojo, o mucho más allá, hacia el valle del arroyo. ¿Quién sabe qué secretos esconden todavía estos montes? Dejaremos que nos los cuenten poco a poco. Iremos donde la brújula nos marque.
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