
En ese monte normal y corriente del Campo de Montiel, ¿qué interés podían tener los insectos? Tardé años en averiguar que… mucho. Uno nunca se fija en aquello que no espera encontrar. Cuando se despertó mi deseo de conocer mejor a nuestra fauna más pequeña, empecé a darme cuenta de que su inesperada variedad y la insólita manera de vivir de buena parte de los insectos del paraje superaban ampliamente lo que podía hallarse en su fauna vertebrada. El primer atisbo de esta verdad fueron para mí las avispas solitarias, esas que no fundan sociedades ni viven dentro de avisperos, sino que cada una, por norma general, excava su propia madriguera, en cuyo fondo almacena presas paralizadas que sirven de alimento vivo a sus larvas.
Todo empezó con el hallazgo casual de la Philanthus, el lobo de las abejas, que caza a estas tras una corta pelea durante la cual les inyecta con el aguijón un veneno paralizante, con precisión digna de un neurocirujano, directamente en los centros del sistema nervioso de la víctima. Este modus operandi se repetía en las demás raptoras que fui descubriendo por esos matorrales. Su técnica de anestesia se ajusta a la presa en la que se hayan especializado, porque cada tipo de avispa tiene sus propias y caprichosas preferencias: las delgadísimas Ammophila capturan orugas, las rojinegras Tachytes persiguen a los saltamontes de menor talla, a los medianos los apresan las Prionyx y a los grandes las velocísimas y robustas Sphex; las moscas, por su parte, corren a cargo de las Bembix, en tanto que las Cerceris pueden dedicarse a diversas presas, según la especie: gorgojos, orugas, abejitas… y luego está la pequeña Tachysphex manticida, que de todas las cacerías posibles elige una de las más peligrosas, la de las mantis, capaces de darle muerte sin problemas aunque al parecer nunca lo consigan.
Estas avispas se pasan las horas más tórridas del verano buscando a sus presas por el suelo abrasador, corriendo o volando rapidísimas por los claros terrosos del monte agostado. Sin embargo, sus hazañas palidecían comparadas con las de otra saga de avispas, que compartían con ellas ambiente y horario, pero no objetivos: los pompílidos, las avispas cazadoras de arañas. La mayor y más temeraria que hallé fue la oscura Cryptocheilus rubellus, que da caza nada menos que a las tarántulas, arañones con una envergadura de hasta ocho centímetros y de una fisonomía tan terrible como la de su secuestradora. Esa Cryptocheilus, con sus alas ahumadas y su cuerpo rojizo, corcovado, musculoso, de algún modo consigue siempre hacerse con la tarántula. La busca asomándose a la guarida de la araña, un agujero orlado de seda en el suelo. Cuando la tarántula sale dispuesta a atacarla, la avispa la paraliza de un certero aguijonazo cerca de la boca, arrastrándola después y ocultándola en un escondrijo, donde le pondrá un huevo. Ante semejante presa, creo que a la Cryptocheilus se le puede perdonar que no construya guarida, como sí hacen otros pompílidos.
Todas estas avispas cazadoras me abrieron los ojos a un mundo nuevo y fascinante que se despliega al lado nuestro sin que lo sepamos. Gracias a ellas aprendí que en cualquier tomillar desolado, hasta en los campos más baldíos, nos aguarda para sorprendernos el país de minúsculas maravillas de los insectos mediterráneos.
Para conocer un poco más la variedad y la vida de las avispas cazadoras, y de muchos otros insectos: Chinery, M. 2001. Guía de los insectos de Europa. Omega, Barcelona.