
La luz se pierde poco a poco ante los arcos de piedra del puente. En medio del silencio notamos que hay otro silencio mayor. Lo rompen a veces los pájaros, esos ruiseñores que van a pasarse la noche cantando sobre el trémolo débil de los grillos italianos. Dos ojos amarillos de mirada triste nos observan desde el prado del río Jabalón, sin que sepamos si son de su dueño, el alcaraván, o si esta extraña ave nocturna es de ellos. Lanza el alcaraván su silbido lastimero mientras corretea y se para, corretea y se para, mirándonos de vez en cuando. No le importamos, porque estamos quietos y silenciosos. Lo bastante callados para escuchar, a pocos pasos, el crepitar de los carrizos de la orilla. Suenan como si un animal se hubiera despertado; tras varios minutos vemos que asoma del carrizal un lomo grande y negro. Con las últimas luces del ocaso, el jabalí se adentra por uno de los ojos del puente. Un ruidoso chapoteo nos dice que ha cruzado el río, perdiéndose en la noche de la ribera.
Ya es la hora. Conecto el micrófono de ultrasonidos al móvil y pulso en la aplicación. La pantalla muestra la escala de frecuencias y un ruido blanco empieza a sonar como el rumor de un mar lejano. Pronto se escucha el primer murciélago, su llamada que el dispositivo convierte en algo que nosotros podemos oír. Nosotros, torpes humanos, incapaces de escuchar los ultrasonidos, tan agudos que nuestro órgano de Corti no puede captarlos. Con esos tonos se orientan los murciélagos; viven en un mundo de sonido, de ecos que les permiten construirse una imagen sónica de los alrededores. En cierto modo, la vista de los murciélagos es el oído. Gracias a estos ecos localizan a sus presas, por ecolocación. Y así estos voladores nocturnos ven lo invisible mediante sonidos inaudibles.

El primer murciélago que apareció en el detector aquella noche fue el más pequeño de Europa, el murciélago de Cabrera, el soprano pipistrelle de los ingleses. Así lo llaman por el tono agudo de sus llamadas ultrasónicas, cuyo máximo volumen está en un tono que ronda las 55.000 vibraciones por segundo, es decir, 55 kilohercios (kHz). Más tarde la pantalla mostró a un pariente suyo no tan soprano, no sé si deberíamos llamarlo tenor por sus picos de unos 40 kHz. Era el murciélago de borde claro, otro aficionado a los mosquitos que revolotean sobre las espigas del carrizo. Sin duda estas dos especies eliminan una cantidad ingente de mosquitos, pues se ha estimado que el murciélago más común de este género, Pipistrellus pipistrellus, puede comerse unos tres mil insectos en una sola noche. Siguiendo con nuestro coro de quirópteros del puente, la tesitura de bajo sería para el murciélago hortelano, muy grande y querencioso de volar alto, a cinco o diez metros del suelo. Sus llamadas suenan en el detector como una suerte de palmoteo flamenco sincopado, a unos 25 kHz.
Y entonces surgió del primer ojo del puente un murciélago enorme, de envergadura similar a la de una tórtola, e igualmente veloz. La aplicación identificó sus llamadas sin ninguna duda como las de un murciélago ratonero grande, uno de los mayores quirópteros de Europa, al cual había yo fotografiado bajo ese puente varios años atrás. El gran Myotis ahora volaba muy bajo por el prado, surcando la oscuridad como si viese a través de ella, atento a los ruidos insignificantes que delatan entre el pasto la presencia de un grillo, o una tarántula, o una escolopendra. Descubierta así su presa, el Myotis se para en el aire, calcula el ataque y se lanza a capturarla de una rápida pasada a ras de suelo.
La luna creciente desciende ya hacia el horizonte. Es hora de regresar a casa. Atrás queda ese puente del Jabalón, su noche llena de secretos ocultos por la oscuridad pero transparentes para oídos que no son los nuestros.
La aplicación utilizada fue la del micrófono de ultrasonidos EchoMeter Touch.
Más sobre la vida de los murciélagos ibéricos en: Purroy, F.J. y Varela, J.M. 2016. Mamíferos de España. Lynx, Barcelona.