Pájaros nocturnos

Retrato de un alcaraván común (Burhinus oedicnemus), un extraño limícola de secano y nocturno.

Cae la noche en el Campo de Montiel. Crece la oscuridad a cada minuto, refrescando un poco el calor desértico del día de verano. Avanza el ocaso, y con la penumbra se acuestan en este pequeño monte casi todas sus aves. Según se callan los saltamontes y las cigarras, sustituidos por el trémolo de los grillos italianos Oecanthus y el chicharreo de los grillos verdes Tettigonia, las palomas torcaces buscan una rama para dormir, y lo mismo hacen los demás pájaros arbóreos. Según alzan el vuelo las mariposas nocturnas, los mosquitos y las crisopas, se acurrucan en el suelo las cogujadas, casi invisibles con su plumaje terroso y la cresta baja, listas para soñar sus cosas de pájaro en sus yacijas, esas concavidades en la tierra apenas detectables por la mañana.

Se oye cantar a un alcaraván, su silbido como una queja, el lastimero “chorrrliiiii” que le ha ganado el nombre de “chorlito” en esta comarca. La llegada de la noche los despierta, abren sus grandes ojos amarillos a las estrellas, con una expresión triste aunque no lo estén, y se ponen de pie sobre sus largas patas como zancos, paseando por los eriales a la caza de insectos y a veces de salamanquesas o ratoncillos. A través de los prismáticos sigo a una pareja de estos desgarbados pájaros nocturnos, los observo moverse despacio y agachados ante el fondo de espigas secas de rompesacos, delante de aliagas y tomillos. En cuanto se detienen, desaparecen; su plumaje es tan críptico que cuesta creerlo.

Cuando los alcaravanes cantan desde todas direcciones, por los liegos, viñedos y tomillares, cuando se les ve volar como gaviotas de secano bajo las primeras estrellas, entonces viene la hora de nuestro segundo pájaro de la noche. Se le ve por estos campos sobre todo de mayo a octubre; con suerte lo descubriremos levantándose hacia el cielo, al oscurecer, como una paloma del crepúsculo. Por sus alas largas y su linaje, sería más bien comparable a un vencejo gigante. Para verlo a placer en su horario, una buena solución es madrugar mucho…

Un chotacabras cuellirrojo (Caprimulgus ruficollis) perfectamente camuflado entre la hojarasca.

El chotacabras cuellirrojo es uno de mis más fieles compañeros de antes del amanecer, en esas madrugadas de verano en que me pongo en marcha cuando aún no ha clareado por el este, rumbo a parajes recónditos del Campo de Calatrava. Al cruzar por cierto recodo de una carretera apartada, tengo por casi seguro que allí habrá uno o dos chotacabras posados tranquilamente en el asfalto, insensibles al avance del coche hasta tenerlo casi encima. Si madrugamos menos, ya estará el chotacabras agazapado en las marañas donde pasa el día durmiendo, digiriendo la multitud de insectos que caza al vuelo cada noche. Encamado entre las ramas caídas y la hojarasca, se hace tarea imposible localizarlo a no ser que nuestros pasos lo levanten por azar. Y todavía entonces será complicadísimo dar con él en cuanto vuelva a posarse, aunque suela hacerlo a escasos metros de donde salió.

Si tenemos la suerte de contemplar uno, veremos un ave ciertamente extraña. Su plumaje pardo y grisáceo, moteado de claro o rayado finamente de oscuro, según la parte del cuerpo, imita a la perfección una corteza en la hojarasca. Sus ojos grandes y oscuros parecen siempre soñolientos. Delante de ellos, en la base del pico, unas plumas sin barbas componen algo similar a los bigotes de un ratón. El pico corto disimula una boca que puede abrirse asombrosamente, convirtiéndose en un cesto orlado de vibrisas muy útil para capturar insectos voladores. Más raro aún se nos hace su canto, un sonoro “catá, catá, catá…” que recuerda al choque de dos tablas y se repite sin variación durante la noche. Como el chotacabras tiene por costumbre aguantar mucho antes de escapar, aparentando que puedes cogerlo pero burlándote de un vuelo a dos pasos de él, lo llaman también engañapastor o burlapastor. Como los pastores lo hallaban agazapado cerca de su rebaño, decían que de noche mamaba de las cabras, y de ahí “chotacabras” y el nombre en latín de su género, Caprimulgus. Algunos lo conocen como “zumaya”, palabra que remite al euskera y puede referirse a otras aves nocturnas.

En la noche de los montes que van de Alhambra a Ruidera, a la canción de los alcaravanes y chotacabras puede sumarse el maullido de los mochuelos desde sus majanos, el siseo siniestro de una lechuza que vigila desde una quintería ruinosa, el pitido monótono del autillo en los espinos albares, el ulular de un búho chico, o incluso de un búho real, subido a alguna choza de piedra antiquísima, y quizá el grito fantasmagórico de un cárabo, asomado al agujero de un tocón de encina. Esas rapaces nocturnas son aves más conocidas; cada una bien merecería su propia historia…