
Caía una tarde calurosa de principios de julio sobre aquella cantera abandonada del Campo de Calatrava, invadida por el monte y los pinos. Al ir bajando el sol, se alargaban las sombras, se refrescaba el aire y los conejos que vivían en los taludes se animaban a salir. No les molestaba mi presencia, porque andaba yo alejado de ellos, en contra del viento y muy centrado en algo nuevo que se movía por las ramas de algunas encinas bajas y medio secas, en la bajada a la cantera. Al verlas atrajeron mi atención algunos de sus insectos propios de esta época del verano: las moscas Villa, las mariposas pardas que huían del calor bajo la copa, y de cuyas orugas podrían haberse desarrollado las primeras… Pero me fijé en las abundantes ramas muertas de esas carrascas, con tantas hojas ocres, quebradizas. ¿Qué les había pasado?
Miradas con detenimiento, las ramas estaban plagadas de esferas muy pequeñas, menores que un guisante, de color rosado y rebozadas de un polvo harinoso, blanquecino, que al tocarlas se desvanecía dejando una superficie brillante, purpúrea. Eran las cochinillas de la encina, unos extraños insectos de los que se sacaba el carmín en tiempos no tan antiguos. Su especie, cuyo nombre científico es Kermes vermilio, está emparentada con las cigarras y pulgones, y como ellos se alimenta de savia, pero las hembras de cochinilla se quedan toda la vida inmóviles succionando la de las encinas y coscojas; se hinchan hasta perder todo aspecto que pudiese recordar a un insecto, y al madurar y ser fecundadas por los machos, que sí pueden andar y volar (pero no comer), pasan a ser almacenes vivientes de huevos. Cuando estos aún no han madurado es, por lo visto, el mejor momento para recolectar las cochinillas y obtener el carmín. Desde la prehistoria, en la cuenca mediterránea se han recogido cochinillas, tomándolas con los dedos que se manchaban del colorante rojo que poseen. Esta sustancia, el ácido quermésico, les sirve a las kermes para ahuyentar a posibles enemigos, del mismo modo que otros seres incapaces de moverse, las plantas, han recurrido a las armas de toxinas y venenos con el mismo fin.
El colorante granate de la cochinilla, apreciadísimo por la nobleza durante la Edad Media, sustentaba una próspera industria en el sur de Francia y en Italia, una manufactura de tinte que requería sumergir al insecto en vinagre y secarlo después al sol, reduciéndolo a una escama rojiza de lo que vino a llamarse “grana” (cochinilla en granos). Con la grana y añadiendo alumbre se preparaba un tinte, una laca para teñir ropa, cuyo color rojo purpúreo es el carmín. “Carmín”, o “carmesí”, de la palabra árabe hispánica “qarmazí”, y esta del árabe clásico “quirmiz”, a su vez venida del persa “kirm e azi” y vinculada con el sánscrito “krimiga”, que puede traducirse por “gusano, insecto”; “gusano, en latín “vermis”, y de ahí “bermellón”, “rojo como la grana”… las Kermes vermilio de la encina enriquecieron sin saberlo el vocabulario castellano con unos cuantos términos para referirnos a su color. Más tarde, tras descubrirse en América otra especie de cochinilla más eficaz como tinte, el uso de nuestro carmín autóctono fue desapareciendo.
Ahora las cochinillas de esa cantera afrontaban el final de su vida, que empieza y termina en un solo año. Sus huevos, respetados por la mano del hombre, habían eclosionado ya, y unos puntitos rojísimos, sus crías, caminaban a buen paso por las ramas, en busca de un sitio adecuado al que fijarse para comenzar a sorber savia. Tardarían un invierno y una primavera en volverse hembras maduras, si todo les iba bien. Y a muchas de las cochinillas en aquellas encinas no les había sonreído la suerte, precisamente. Mostraban unos agujeros diminutos, en ocasiones cuatro, cinco o más. Algo las había atacado, consumido por dentro y salido de ellas. Esos invasores se veían posados sobre algunas de sus víctimas; eran avispillas minúsculas, oscuras, escasamente llegarían a los dos milímetros de largo. Limpiaban tranquilamente sus antenas acodadas y deambulaban como hormigas ociosas, subidas a esos pequeños orbes rosáceos donde habían nacido. A partir de las fotografías macro que les hice, solo alcancé a identificarlas como avispas parásitas del grupo de los calcidoideos, y quizás, solo quizás, de la familia Encyrtidae. Eran los parásitos de los parásitos de la encina, especies que viven de la cochinilla desde mucho antes de que los tintoreros descubrieran, y luego olvidasen, a este granate viviente.
Referencias:
– La etimología de los colores de la cochinilla solo requirió curiosear en el diccionario de la R.A.E.
– Ciclo vital de la cochinilla y más información sobre su vida en esta ficha de sanidad forestal.