La biblioteca

Aliagas en flor (Genista scorpius) en el monte de Moraleja. Campo de Montiel.

Es una mañana de finales de mayo tan espléndida como la vida en este monte, donde ahora parece que cada ser tuviera prisa por vivir. Durante un cuarto de siglo, cientos de veces he recorrido estos pastos ralos, sus pedregales calizos, los claros entre las encinas, y nunca deja de sorprenderme este retazo de naturaleza. Con sus escasas veinticinco hectáreas, que albergan la casa de campo construida por mi tatarabuelo, este monte del Campo de Montiel, este paraje que el mapa denomina Cañada del Menor y que nosotros llamamos Moraleja, fue el lugar que me convirtió en un naturalista. Se trata de un monte público que forma parte del legado hecho al pueblo de La Solana por parte del terrateniente Francisco Javier Bustillo poco antes de morir. Fallecido ya el legatario, el famoso abogado Joaquín Costa defendió su legado de ciertos intereses eclesiásticos que pretendían apropiárselo, a principios del S. XX. Es curioso pensar que si Joaquín Costa no hubiese tenido éxito, mi historia personal hubiera sido bien distinta. Probablemente no habría podido recorrer este monte casi semanalmente desde mi adolescencia, y sin eso quizás hoy no sería quien soy.

El sol va levantándose y cargando con la energía de su luz los laboratorios microscópicos de la fotosíntesis dentro de las hojas. Esos laboratorios sustentan una maravillosa complejidad de especies disfrazada de paisaje corriente. ¿Cómo podría haber creído, a mis quince años, que en Moraleja iba a hallar casi cien especies de vertebrados, doscientas de plantas y más de quinientas de insectos? ¿Quién habría imaginado que le iba a dedicar un blog entero, que décadas después iba a seguir encontrando aquí especies nuevas e interesantes, o que incluso se dejarían ver, de vez en cuando, águilas imperiales?

Toda esa multitud viva tiene por escenario un mar de hierba baja del que se alzan los islotes de las carrascas; entre ellas el pastizal rodea escollos menores de coscojas, romeros, espartos y aliagas erizadas de espinas. Desde el camino, el pasto cercano se ve tachonado de las espigas despeluchadas de los rompesacos y de las flores de las gallocrestas, las jarillas, las cleonias, el lino bravo… lo propio del final de la primavera. Enseñan las encinas sus hojas nuevas, blandas y claras; en algunas destaca la perla roja de una agalla engastada en el limbo, o un rojísimo escarabajo enrollahojas, un gorgojo Attelabus.

Más adelante en el sendero, las abejas albañil y otros insectos andan sobre el barro de un antiguo charco, zumbando tanto que casi tapan el ocasional reclamo de un sisón, el pariente pequeño de la avutarda. Ahora se dedican los sisones macho a exhibirse para atraer hembras, subiéndose altaneros a algún montículo del pasto desde el que lanzan ese sonido raro y corto, como el de un saltamontes, y saltan revoloteando extrañamente arriba y abajo, luciendo su cuello adornado de galas blanquinegras. Aparte del sisón, el aire trae también el cacareo de una ganga que vuela tan alto que ni se ve, la monótona triple “u” de una abubilla y el lamento quejicoso de un alcaraván que aún no se ha recogido de sus correrías nocturnas.

Me miran desde sus atalayas en lo alto de las carrascas los pequeños alcaudones comunes, de antifaz negro, recién llegados de África y ya acechando langostas, lagartijas cenicientas o pollos. A menor altura, sobre una roca, otean las cogujadas montesinas con su copete. Cerca ya de la casa, una cabellera del diablo se ha enroscado al tallo de su víctima, una oreja de liebre de flores doradas, y crece trepando por ella como una masa parásita de hilos rosados. A mi paso huyen dos gazapos hacia la viña que linda con el monte por ese flanco, en la dirección de los espinos albares que con sus frutos rojos atraen a los pájaros migradores en otoño.

Al abrir la verja de la casa, recuerdo lo que una tarde me dijo mi padre al contarle todo lo que iba descubriendo en Moraleja: “tú vas al campo como el que va a una biblioteca”. Nosotros, los humanos, somos parte de esa biblioteca que es la naturaleza, pero demasiadas veces nos olvidamos de los demás libros y solo leemos el nuestro. Y así la mayoría de las personas vive atrapada en el mundo de los humanos, pero no se dan cuenta. Eso les impide conocer el mundo al que realmente pertenecemos, la naturaleza de la que venimos, y no me refiero a la fauna de países exóticos, sino a la que hay al lado de casa, a toda esa biodiversidad tan ignorada como fantástica. Gracias especialmente a Francisco Javier Bustillo, a Joaquín Costa, a mi tatarabuelo y a mis padres, tuve la ocasión de aprender a leer en los demás libros de esa biblioteca.