
El sol acababa de levantarse y todavía perduraba el frescor del amanecer en la alameda, en el espeso caos de troncos, ramas caídas, zarzas y hojarasca crujiente, el viejo bosque de ribera que la familia de ginetas tenía por hogar. Adentrándome sigiloso en aquel mundo de sombras, recogí rápidamente el equipo fotográfico que la tarde anterior había instalado para retratar a esas hermosísimas cazadoras nocturnas. A la mochila regresaron la cámara réflex vieja, los tres flashes inalámbricos, la barrera de infrarrojos que servía como disparador de todo el sistema, al cruzar el animal por un punto preciso, y lo más importante de todo, las decenas de fotos de aquellos seres moteados, ágiles, trepadores y se diría que hasta con curiosidad hacia la maquinaria que había aparecido en su territorio.
¿Cómo podría mejorar el día, recién empezado, si el éxito por fin me había sonreído tras tanto tiempo de duro aprendizaje, de buscar escenarios recónditos, rastrear y probar configuraciones? Saboreando mi buena suerte, me senté un rato en uno de los recovecos más escondidos del río, una orilla pedregosa, enmarañada y espesa, cuyo acceso costaba hallar pero que disfrutaba de unas vistas espléndidas de la ribera.
La alameda se desperezaba con los primeros rayos de sol, era un día limpio y luminoso de pleno verano. Desde el dosel de hojas cantaban sobre el río los jilgueros, los mirlos y herrerillos, las oropéndolas, un ruiseñor… Cruzó siguiendo el camino del agua la ráfaga azul de un martín pescador. Surcó el cielo una enorme garza real, y luego un martinete, que seguramente iba a acostarse tras pasar la noche ocupado en sus quehaceres.
De pronto, apenas a diez pasos a mi izquierda, se agitaron las hojas que ocultaban la orilla, se oyeron ruidos de pisadas, y del verde asomó un corzo. Ni se molestó en mirar hacia donde yo estaba, sino que directamente se puso a cruzar el río, con paso calmado, como saboreando el contacto con el agua fresca, alzando la cabeza coronada de dos astas cortas y sin prestar mucha atención a un vado que, era evidente, debía de haber cruzado muchísimas veces sin preocuparse por algo tan ajeno a su mundo como el ser humano. Pronto el corzo tocó la otra orilla y se perdió en la espesura. A su alrededor los pájaros cantaban. ¿Cómo podría mejorar el día?
