
Apenas se ve nada más allá de diez pasos, salvo la silueta difusa de las encinas. Cuelgan de sus hojas pequeñísimos hilos de hielo, hechos al congelarse el rocío sobre cabos de seda tendidos por minúsculas arañas.
No conviene alejarse del camino en estas condiciones. La niebla del invierno convierte un paraje conocido de antemano en un perdedero grisáceo y homogéneo. Pero la vida ha de seguir incluso sumergida en estas nubes bajas y heladas.
Recorro muy despacio el sendero y voy observando a cuantos pájaros logro detectar. Todos parecen iguales a simple vista, menudos, oscuros, pero los prismáticos los revelan como especies diferentes y con colores insospechados. Sus movimientos pueden pasar por caóticos, por un simple desconcierto de avecillas cruzándose de una carrasca a otra, pero hay un orden en ellos. Nos lo descubrirán algunas horas de frío observándolas con la paciencia que merecen estos seres tan huidizos.
Veremos saltar por la hierba escarchada a los petirrojos, con su pechera naranja y ese “tic, tic” que mi padre comparaba con el ruido de alguien pelando pipas. Buscan su escasísima ración diaria de calorías por el suelo o como mucho alzándose a pinzar una hormiga en la rama de un tomillo. Bajo el dosel de las encinas, un pájaro muy negro, el mirlo, también salta a la caza de insectos, removiendo la hojarasca con el pico a la manera de su pariente moteado, el zorzal común. Ambos se limitan a escarbar la superficie del mar de hojas; los animalillos que pululan por las capas más profundas de la hojarasca solo puede capturarlos en invierno la becada, ese ave rechoncha, abigarrada de pardo, que se diría formada de hojas secas. Vigilando desde sus ojos negros y diminutos, cada noche la becada clava su larguísimo pico flexible para pescar en las profundidades del mantillo, durante las madrugadas de hielo en los Montes de Toledo.

Fuera del escondrijo de la chocha perdiz, los arbustos y las ramas más bajas de las encinas son el terreno de caza preferido por un acróbata, la curruca rabilarga. Este pájaro pizarroso, por debajo de color vino, con ojos enmarcados por un anillo rojísimo, se cuelga como un volatinero de la menor ramita, en busca de arañas insignificantes, mosquitos de los hongos o cualquier otro insecto infinitesimal de los poquísimos que se dejan ver. Más arriba, el tronco de las encinas y sus mayores ramas pertenecen al carbonero común, que hurga en las cortezas luciendo su librea amarilla, verdiazul y blanquinegra. Muy versátiles, los carboneros descienden a veces al suelo o suben a las copas. En ellas pueden coincidir con algún herrerillo común, azul, amarillo y tan pequeño que nunca osará acercarse demasiado al gran carbonero, que lo ahuyenta. En la parte más alta de la copa, otros pájaros diminutos saltan y se suspenden de las ramillas más delgadas. Son los mitos, de larga cola y cuerpo con aspecto de bola plumífera en blanco y negro, y también los reyezuelos listados, con su plumaje de bronce y su discreta “corona” en forma de lista dorada.

Las pandillas de mitos, herrerillos y carboneros van de árbol en árbol entre la niebla, manteniendo el contacto a base de piar. Reyezuelos y currucas suelen ir solos, como becadas, zorzales, mirlos y petirrojos. Cuesta imaginar que en invierno haya suficiente comida en nuestros montes mediterráneos para sustentar a todos estos insectívoros. Se sabe que algunos, como el carbonero o el petirrojo, complementan su menú picoteando bellotas, si es que consiguen hallarlas a esas alturas del año. También sabemos que comen frutilla invernal, frutos de labiérnago, lentisco, rubia, torvisco… y de otros arbustos. Estos frutos carnosos les encantan al petirrojo, al mirlo y al zorzal, que al expulsar las semillas con sus excrementos, lejos de la planta originaria, siembran sin saberlo a las plantas que los producen. Por eso muchos matorrales mediterráneos pueden compararse, hasta cierto punto, con un jardín salvaje plantado por los pájaros.
En definitiva, nuestras mañanas bajo la niebla nos han enseñado que hay aves que buscan comida sobre todo por el suelo, otras especies que lo hacen por la vegetación baja y otras más dedicadas a buscar por las copas. De esta manera, las aves se reparten los escasos recursos alimenticios que ofrece por estas fechas nuestro monte, evitando competir demasiado unas con otras.
Cuando llegue la primavera, se marcharán al norte del que vinieron el petirrojo, el reyezuelo, el zorzal y la becada. Nunca sabremos si recuerdan allí los días gélidos de niebla vividos en el sur, esas jornadas en las que componían, junto a los demás pájaros de la sierra, un orden tan disimulado como asombroso.