
El río Mundo nace de una cueva que se abre a media altura en un colosal acantilado de las montañas béticas. Por esa gruta se accede a un laberinto subterráneo de galerías, cavernas y agua que mina ese calar. Nada más salir de semejante dédalo, el río cae por un precipicio de casi cien metros. Sus chorros esparcen alrededor una fina llovizna que moja aquellos paredones rocosos, sustentando así en los rincones umbríos a las grasillas, unas plantas carnívoras. Sus hojas son como lengüetas verdes que crecen formando una pequeña roseta en la roca caliza; si las tocamos, cosa que las daña, notaremos su tacto untuoso, que les da nombre y viene de estar tapizadas por minúsculas gotitas pegajosas. Con ellas atrapan a los insectos que se les posan, y los digieren dejándolos exangües. De ellos absorberá la planta las valiosas sales minerales de sus cuerpos, a través de la superficie de las hojas. Así la grasilla consigue una dosis de abono muy necesaria para sobrellevar la pobreza de nutrientes que impera en su pared, tan infértil.


La grasilla del río Mundo, Pinguicula mundi, solo vive en el nacimiento del río que lleva por apellido y en alguna risquera similar de la vecina sierra de Alcaraz y la serranía de Cuenca. Por tanto, se trata de una especie endémica de España y muy frágil, pues alterar los pocos enclaves donde habita podría significar su extinción mundial. Otras grasillas, es decir, otras especies del género Pinguicula, están sin embargo mucho más distribuidas. Una de ellas crece en los Montes de Toledo; conozcámosla.
En esas sierras bajas y montuosas, para encontrar plantas carnívoras (o mejor dicho, insectívoras) nos encaminaremos a unos lugares muy peculiares, a las turberas, más conocidas por allí como bonales o trampales. Suelen estar en hondonadas, vaguadas o laderas, donde el agua se acumula encharcando el terreno y permitiendo que se desarrollen gruesos mantos de un musgo muy especial: el esfagno. Como una esponja, los esfagnos se empapan absorbiendo grandes cantidades de agua. La alfombra de esfagnos, pálida y mullida, es un ambiente muy pobre en sales minerales de las que precisan las plantas para sobrevivir. Nuevamente, hallamos que van de la mano la falta de esos nutrientes y la presencia de plantas carnívoras.
Los bonales que he visto son sitios discretos pero curiosos, comparables a herbazales canos de suelo húmedo. “Es fácil llegar; ahora, eso está que da miedo, que ahí tiene que haber hasta víboras”, dijo el amable pastor que me indicó el camino al primer bonal que visité. En los trampales rezuman unas aguas tintadas como una infusión, y crecen plantas muy especiales, capaces de enraizar en el terreno regado por ese caldo un poco ácido: el brezo de turbera, el mirto de Brabante… Las grasillas que hallaremos, Pinguicula lusitanica, serán unas rosetas enanas de hojas atrapamoscas, de color mantequilla verdoso y adornadas quizá con un alto tallo rematado en una flor pálida, extravagante, mucho menor que las flores violetas de la grasilla del río Mundo, pero como ellas provista de un llamativo espolón.
Curioseando por las masas de esfagnos, que hacen del paseo por la turbera un chapotear continuo, podremos descubrir a otro carnívoro sin boca: la drosera, alias rocío del sol (Drosera rotundifolia). Sus hojitas con forma de raqueta son tan pequeñas que muchas veces no nos taparían ni la yema de un meñique. Relucen con brillos rojos por las gotas que las recubren, cada una puesta al final de un pelillo. Son sus glándulas atrapadoras y digestivas; a ellas se adhieren los insectos y en ellas encuentran su final. Cuando caza uno, la drosera se dobla lentamente envolviéndolo como puede con la hoja, para mejor aprovechar sus nutrientes. “Como una alucinación de Lovecraft”, pensó alguno al verla en acción.
Algo que recuerda a la drosera crece en las cimas de la parte más alta de Sierra Morena. Abrupta y forrada de monte, con muchos madroños de donde le viene su apelativo, Sierra Madrona cuenta en algunas cumbres con brezales ralos, brumosos en invierno, de un suelo mísero que por allí llaman herrizas. Junto a los regatos que drenan esas herrizas, si tenemos suerte podremos contemplar a una de las plantas más raras de Europa. El rosolí portugués, Drosophyllum lusitanicum, solo existe en esta clase de suelos y en este rincón del mundo, a saber, por el sur de la península Ibérica y el norte de África. Es una hierba que vive varios años; sus mayores ejemplares sobrepasan el palmo de altura y nos enseñan unas hojas que se desenrollan poco a poco, como tentáculos verdes tachonados de botones o gotas rojizas. Con ellas captura el rosolí a los mosquitos que suelen vérsele pegados, en una estampa que más bien parece de ciencia ficción. La planta, además, desprende un olor dulzón que atrae a sus víctimas, y abre sobre sus trampas en espiral unas flores amarillas cuyo aspecto inocente contrasta con sus hojas insólitas salpicadas de minúsculas presas.
Todas las plantas carnívoras hacen la fotosíntesis, pues no dejan de ser vegetales verdes. Todas nos evocan una sensación extraña, como de mundo al revés, o como el recuerdo vago de una pesadilla donde lo inofensivo se vuelve contra lo indefenso.
