El puente de los martines

Martín pescador oteando su almuerzo.

Basta con llegar allí al amanecer, sentarse en silencio al lado de uno de sus ojos enmarcados en piedra, y esperar. Pronto vendrá el martín pescador a posarse en una espadaña, o entre las flores rosas de una salicaria. El silbido con que siempre se anuncia en vuelo nos alerta para ir levantando muy despacio el teleobjetivo. A través de sus lentes, como con unos prismáticos, contemplamos al martín a cuatro o cinco metros escasos; con las primeras luces del día parecen recién inventados sus colores. Es un pájaro bastante confiado: nos mira un poco y en cuanto dejamos de interesarle se pone a buscar su desayuno, clavando en el agua legamosa sus ojillos negros, manteniendo la cabeza inmóvil pese al cimbreo de la espadaña. De repente se lanza al río, se oye un chapoteo y mientras caen las salpicaduras ya asoma la cabeza nuestro martín, a punto de salirse del agua con unos vigorosos aletazos. Si tiene suerte, sacará un pececillo que engullirá tras aturdirlo con unos golpes, sacudiéndolo con el pico. Suele coger gambusias, unos peces diminutos que fueron introducidos en España desde Norteamérica, para que eliminasen a las larvas acuáticas del mosquito de la malaria y así luchar contra el paludismo. Las gambusias se han establecido con tal éxito que poco significa para sus multitudes que el martín se coma unas cuantas cada jornada. Otras veces pesca una pieza mayor, un pequeño cachuelo, y le cuesta más tragárselo. En una ocasión sacó del Jabalón un pez casi tan largo como él mismo, tardó sus diez minutos en poder metérselo en el buche y, cuando despegó, la ganancia de peso casi le hace caerse al agua.

Aparte de pescar, los martines también pelean. Si llega uno donde esté otro faenando, lo normal será que veamos en seguida al intruso perseguido y expulsado por el dueño de ese caladero. Si no sucede así, puede ser que estemos ante una pareja de pescadores. El macho y la hembra se toleran bien, quizá en recuerdo de los peces que el martín le regalaba a la martina antes de aparearse, cuando todavía ella no se había sepultado en vida internándose en la madriguera donde cría a sus pollos, excavada en un talud de la orilla. Pero hay días en que el conflicto conyugal se desata. La martina, un poco mayor que el martín, se cansa de tenerlo al lado, lo coge del ala con el pico y lo tira al río. Todo pasa tan rápido que no da tiempo a reaccionar ante lo que uno está viendo.

Una hembra de martín pescador con su desayuno.

Cuando se van los martines siempre nos queda un cierto fastidio. Pero mientras regresan conviene abrir bien los ojos, porque podemos perdernos algo interesante. Por ejemplo, un bando multicolor de jilgueros, verderones y gorriones morunos que baja a beber en la orilla de enfrente. Un triguero que se baña, chapoteando feliz en dos dedos de agua. Una garcilla cangrejera, esbelta y de color crema, que se deja ver brevemente a través de las aneas. Unos minutos después trepa por ellas un avetorillo, blanquinegro y piquirrojo. Sale de la espesura un rascón con su pollo, y le enseña cómo conseguir alimento hurgando con el pico en el cieno. Desciende una canastera y bebe tres tragos antes de volver al aire con su silueta de luna creciente. Un cangrejo se sube a una roca, y otro entra al agua desde la hierba. Y cuando el calor empieza a apretar, marcando mi hora de regreso, un meloncillo se sienta por unos segundos al otro lado del río, en una explanada de hierba fresca. A nuestro alrededor siempre está ocurriendo algo, pero no solemos prestar suficiente atención como para darnos cuenta de ello. Para despertar a la realidad y aguzar los sentidos, nada como unas mañanas de verano en el puente de los martines.

Una canastera bebiendo en el Jabalón.