Hojas de encina

La mosca Villa, un parásito de crisálidas.

En la alta primavera, con los primeros calores de junio, una copa de encina normal y corriente se transforma en un laberinto de vida complejo y asombroso. Recorred conmigo las ramas con los ojos de un naturalista, fijémonos en cada detalle, por insignificante que parezca. Solo así empezaremos a entender el inmenso patrimonio natural del que formamos parte.

Ante las hojas de encina, anchas y oscuras, revolotean este año muchas polillas verdosas, pálidas, de silueta triangular cuando se posan. Son el piral de la encina (Tortrix viridana), una de sus peores plagas, en ocasiones, sobre todo cuando el encinar carece de los enemigos naturales de esta mariposa. No sucede así en esta carrasca, en la cual pronto damos con uno de tales insecticidas vivientes. Parece una abeja, pero eso solo es lo que quiere hacerles creer a los pájaros para que no se la coman. Porque este insecto, de nombre Villa, es una mosca, pelirroja y de ojos muy verdes; la que ahora vemos está estirando las alas lentamente, como desperezándose. Acaba de salir del capullo de seda donde la crisálida del piral se convierte en mariposa. Nuestra mosca Villa está posada precisamente sobre la piel rota de esa crisálida; de ella ha emergido tras consumirla por dentro. En vez de una mariposa, del capullo ha eclosionado esta mosca-abeja.

Las crisálidas del piral abundan en la copa de la carrasca, o al menos sus estuches sedosos vacíos, protegidos por una hoja doblada o por varias pegadas con seda, según la costumbre de estas mariposas. Mirados con detenimiento, casi ninguno de esos capullos sigue intacto. De ellos han nacido ya sus moradores, abriéndolos por el ápice para abandonarlos. Pero logramos hallar uno entero, sin rotura alguna. Lo pasamos a un frasco pequeño de cristal, y a mediados de julio vemos salir de él no a una mariposa, no a una Villa, sino a otro parásito del piral: la avispa Eupelmus urozonus, similar a una hormiga muy verde, con alas transparentes y patas ambarinas, cuyo cuerpo reluce desprendiendo irisaciones metálicas, purpúreas, terminando en una suerte de aguijón amarillo con punta y base negra.

Otros parásitos letales como este, es decir, otros parasitoides, recorren sin parar las hojas de encina estos días, rápidos y nerviosos, agitando las antenas con el fin de olfatear el rastro de alguna oruga o crisálida de mariposa de las muchas que hay en la copa de la encina. Mariposas tales como la nazarena, la qüerquera, la lagarta peluda, la falsa lagarta, las Catocala, las Orthosia, las geómetras… decenas de especies cuyas orugas se encargan de convertir la materia verde en vida animal, y que sustentan a una plétora de parasitoides. De ellos son legión las avispas icneumónidas, velocísimas, gráciles y llamativas, con libreas que alternan negro y rojo o amarillo, siempre corriendo-volando por el dosel arbóreo. Sus larvas se nutren en el interior del cuerpo de las orugas, dejándolas cada vez más entorpecidas hasta que mueren, hechas ya poco más que un pellejo exangüe. Terribles criaturas, de las que Charles Darwin escribió: “No puedo persuadirme de que un Dios benévolo y omnipotente haya creado a propósito a las avispas icneumónidas con la intención expresa de que se alimenten dentro de los cuerpos vivos de las orugas.” Sin embargo, en el mundo de los insectos resultan muy frecuentes estas crueldades: se estima que cada especie de ellos puede ser víctima de varias de parasitoides…

Una atenta mirada a las hojas nos sigue descubriendo más secretos. Aquí, salta como una pulga una diminuta avispa negra, de patas arqueadas con ribetes amarillos; es una Brachymeria, uno más de los parasitoides que se ceban en las crisálidas de mariposa. Allá, una esbelta avispa icneumónida se debate presa de una mosca salteadora, un asílido, que la ha capturado por la cabeza en un grotesco beso de la muerte y ahora aguarda a que su veneno la paralice. Casi invisibles delante del follaje se ciernen como puntos las avispas de las agallas, surgidas de unos bultitos color granate que hay en las hojas. Su universo es de por sí tan complicado y fascinante que merecerá una historia dedicada en exclusiva.

De esta manera, las hojas de una encina alimentan a las mariposas, y las orugas y crisálidas de estas permiten vivir a infinidad de parasitoides, pero tanto ellos como sus víctimas pueden caer presa de diversos predadores de su talla, como las moscas salteadoras, o las arañas que viven dentro de la copa. De toda esta red de vida picotean su ración diaria y alimentan a sus pollos los pajarillos que cazan en el árbol: las currucas cabecinegras y rabilargas, los carboneros comunes, los herrerillos… Y así es como las hojas de encina se convierten, finalmente, en pájaros.