
El sendero hacia el salto de agua estaba borroso y bastante confuso. Además nadie podía orientarme, porque la llovizna de esa mañana nublada de mayo había desanimado a los senderistas. Seguramente yo fuese la única persona de aquella sierra en kilómetros a la redonda. Me encontraba solo bajo la lluvia en lo más recóndito de los Montes de Toledo, ¿qué más se puede pedir?
Atravesé la senda de un robledal añoso, con troncos forrados de musgo y grandes hojas lobuladas. Dejé atrás algunas flores fucsias de peonías, de la talla de un puño, relucientes, mojadas por la lluvia bajo las copas verdes de los robles melojos. ¿Dónde estaría el acceso a la cascada? Tras mucho pensarlo y errar, me aventuré a descender por una pendiente de hierba hasta el fondo del valle, que estaba a decenas de metros más abajo. Abriéndome paso entre riscos escurridizos, tocones y arbustos que obstaculizaban, y despeñaderos que procuraba evitar desviándome por otros vericuetos, empecé a oir el murmullo del agua más cercano. Por fin, logré alcanzar la ribera del arroyo.
Me interné a media luz en aquel bosque empapado, lleno de charcos y con olor a vegetación húmeda. El dosel de sus ramas ensombrecía las aguas del riachuelo, que discurrían rápidas en su carrera inexorable por rocas y raíces, rompiéndose una y mil veces contra la piedra, estallando en espuma. A la penumbra brillaban las hojas lustrosas de los acebos, orladas de espinas, y las de los loros, semejantes a hojas de almendro gigantes. Su verde oscuro contrastaba frente a la corteza castaña de los tejos, esos árboles venenosos con hojitas como agujas. Acebos, loros y tejos crecían aquí solo gracias a la umbría y la intensa humedad del ambiente, pues eran verdaderas reliquias de otro mundo, restos de la flora que prosperaba en Iberia hace cinco o diez millones de años, a finales del periodo Terciario. Desde aquella época subtropical el clima se fue deteriorando, tornándose más seco hasta volverse totalmente hostil para esta clase de árboles, que declinaron por la región hasta quedarse refugiados en unas pocas gargantas, frescas y umbrosas, casi siempre junto a saltos de agua. Sobrevivieron así en condiciones que recordaban un tanto a las de las antiguas junglas.
Caminando por las lastras del arroyo, pues las orillas eran impenetrables, avancé por aquel bosque de ribera de aire prehistórico, con helechos frondosos y lianas de hiedra colgantes. Así, como por un pasadizo, me conduje chapoteando hasta el origen de un fragor acuático que se escuchaba cada vez más fuerte. Con la cabeza mojada por los goterones que caían de los árboles, llegué finalmente a un espacio más abierto en el seno de toda esa espesura casi selvática. No pude creer lo que vi.
Desde un escarpe rocoso, que se elevaba mucho más allá del techo de las copas, se precipitaba con estruendo el arroyo, dividiéndose en innumerables lenguas blancas de espuma que llenaban el aire con una neblina de gotas minúsculas. Convertida así en niebla, el agua regaba todo ese bosque primordial, subía a las hojas de los loros retorcidos, bajaba de ellas condensada en lluvia, y así de la selva llovía ese agua, regresando a su cauce. Aquel retazo de jungla terciaria alrededor de la cascada era como una catedral de vegetación brumosa, creciendo lujuriosamente en torno a unos chorros cuya espuma parecía desprender luz propia. Boquiabierto, salpicado de barro, bañado por toda esa naturaleza salvaje y remota, noté como si ese instante se detuviese en las aguas del tiempo. Solo me vinieron a la mente las palabras que escribió Charles Darwin tras su primer encuentro con la selva tropical: twiners entwining twiners, tressers like hair, beautiful lepidoptera, silence, hosanna (“enredaderas trepando sobre enredaderas, hebras como cabellos, hermosos lepidópteros, silencio, salve”). Hasta ese momento no las había entendido. Ignoraba que para viajar muy lejos, incluso en el tiempo, lo único necesario era adentrarse en un arroyo sin nombre de los Montes de Toledo.